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Las campanas de San Julián de los Prados repicaron aquella mañana con un tono más grave de lo habitual. No era domingo, ni fiesta local. Era jueves, a las siete y media, y sin embargo los bronces sonaban como si anunciaran una pérdida que iba a extenderse por todo Oviedo. Nadie sabía todavía la magnitud de lo que estaba ocurriendo, pero las primeras llamadas ya habían comenzado a sonar en los móviles de periodistas, abogados retirados y vecinos de las calles cercanas a la plaza Porlier: el juez extranjero, aquel anciano al que muchos habían adoptado como propio por la ternura de sus juicios televisados, había muerto.

El rumor no tardó en confirmarse. A los ochenta y ocho años, aquel hombre que había enseñado que la ley podía ser también un gesto humano había fallecido en circunstancias que, cuanto más se hablaban, menos parecían encajar con la versión oficial. Se dijo primero que había sido el cáncer, un enemigo silencioso que lo acompañaba desde hacía meses. Pero pronto surgieron las dudas. Los médicos del HUCA no tardaron en deslizar, entre cafés y cigarrillos en la puerta, que las pruebas clínicas no coincidían del todo. Y cuando un juez muere lejos de su país, en una ciudad que lo había acogido como un extraño pariente, las sospechas se multiplican como si fueran ecos.

Esa noche, frente al portal de la calle Gascona donde había estado alquilado, la gente comenzó a dejar flores. Nadie entendía muy bien por qué lo lloraban como si fuera uno de los suyos. Quizá porque lo habían visto tantas veces en televisión, perdonando multas de tráfico con una sonrisa, que les resultaba más cercano que cualquier político. Quizá porque, en un país cansado de expedientes fríos y jueces de mármol, alguien que preguntaba a un acusado por su familia antes de dictar sentencia parecía casi un héroe.

Lo extraño comenzó después.

La policía local recibió el aviso de un vecino que aseguraba haber escuchado pasos en el piso del juez la madrugada anterior, a eso de las tres. No era raro: en esa calle de bares siempre había movimiento. Pero el vecino insistía: no eran pasos de borrachos, sino un andar firme, pesado, como de alguien que sabía exactamente adónde iba. Y luego, un portazo. Cuando al día siguiente el juez apareció sin vida en su cama, con la expresión apacible pero las manos tensas sobre el pecho, las coincidencias dejaron de ser coincidencias.

El forense dictaminó un paro cardíaco, posible complicación del cáncer. El parte médico se cerró en pocas líneas. Pero entre los papeles que la policía recogió del escritorio había algo que nadie supo clasificar: un cuaderno de tapas negras, escrito a medias en inglés y en un castellano torpe, lleno de tachaduras. En la última página, con letra temblorosa, se leía:

“El juicio no ha terminado. Ellos siguen aquí.”

La frase corrió como pólvora. Nadie sabía a qué juicio se refería. Algunos recordaron que, en su último acto público en Gijón, el juez había hablado de la necesidad de escuchar más a los pobres, de no dejar que la burocracia los devorara. Otros insistían en que había mencionado un caso pendiente, algo que lo perseguía desde Providence y que había decidido traer consigo a España. Nadie pudo confirmarlo.

La periodista que más hurgó en el asunto fue Clara Mieres, redactora de sucesos en un diario local. Ella había seguido al juez durante meses, intrigada por esa figura que parecía salida de otro tiempo. Lo había visto sonreír en cafeterías, conversar con estudiantes, incluso detenerse frente a las estatuas de Campo de San Francisco como si buscara respuestas en los bronces. Cuando la noticia de la muerte se hizo oficial, Clara pidió entrar al piso. Lo consiguió gracias a un contacto en la policía. Y lo que encontró allí alimentó todas las sospechas.

El lugar estaba impecable, demasiado ordenado para ser la vivienda de un anciano enfermo. La cama tendida, la mesa despejada, ningún medicamento a la vista. Solo el cuaderno, y al lado, un sobre cerrado sin remitente. Dentro había recortes de prensa sobre casos de corrupción en España: contratos amañados, jueces destituidos, alcaldes en prisión preventiva. Y en uno de los márgenes, escrito a mano: “La misma sombra, en todas partes.”

Clara no tardó en unir piezas. Quizá el juez, en sus últimos días, había tropezado con algo más grande de lo que podía manejar. Tal vez alguien lo había buscado precisamente por su fama de humano, de incorruptible. Y tal vez esa visita nocturna, esos pasos escuchados por el vecino, no habían sido producto de la casualidad.

El rumor se transformó en miedo cuando, dos días después del entierro, un desconocido se presentó en la redacción del periódico. Alto, encorvado, con un abrigo demasiado grueso para la primavera, pidió hablar con Clara. Le entregó un pendrive sin decir palabra y se marchó. Dentro había un solo archivo: un audio de tres minutos donde se escuchaba la voz cansada del juez.

—No es un juicio cualquiera… —decía la grabación, entrecortada—. Es la condena de un país entero. Y sé que ellos no permitirán que lo cuente.

Clara no pudo dormir esa noche. Repasó el audio una y otra vez. ¿Se trataba de una manipulación, de una broma macabra? ¿O era realmente la confesión de un hombre que había visto demasiado? Recordó entonces que, en su última entrevista, el juez había pronunciado una frase extraña: “La justicia no es ciega, finge estarlo. Y cuando deja de fingir, es cuando más peligrosa se vuelve.”

Los días siguientes fueron un desfile de rumores y funerales. En Providence, miles de personas lloraban al juez televisivo que les había enseñado compasión. En Oviedo, un grupo pequeño pero persistente comenzaba a hablar de conspiración. Clara, atrapada entre la crónica periodística y el vértigo de una novela negra, decidió seguir el rastro del sobre. Investigó los nombres de los implicados en los recortes: empresarios asturianos, políticos madrileños, un juez jubilado en León. Todos parecían piezas sueltas, hasta que descubrió un detalle que le heló la sangre: en cada uno de esos casos, había intervenido una fundación con sede en Boston.

La misma ciudad de donde venía el juez.

A partir de ahí, la tensión creció. Clara comenzó a recibir llamadas silenciosas en su móvil, correos electrónicos vacíos, mensajes en las redes sociales que desaparecían antes de poder capturarlos. Una noche creyó ver una sombra frente a su ventana, quieta bajo la lluvia. Y cada vez que lo contaba en la redacción, sus colegas se reían: “Demasiadas novelas policíacas, Mieres.”

Pero ella no podía apartar la idea de que todo estaba conectado: la muerte del juez, el cuaderno, los pasos en la madrugada, la grabación, los recortes de prensa. Y lo peor de todo era esa sensación de que alguien más estaba leyendo sus notas, adelantándose a cada paso.

El clímax llegó una semana después, cuando Clara recibió un correo sin remitente. El asunto era una sola palabra: “Veredicto”. Dentro había un documento adjunto, protegido con contraseña. El cuerpo del mensaje solo decía: “La clave está en la última frase del juez.”

Clara buscó entre sus notas. ¿A qué frase se refería? ¿A la del cuaderno: “El juicio no ha terminado”? ¿O a la grabación, donde hablaba de la condena de un país entero? Probó ambas, y ninguna funcionó. Entonces recordó algo que él había dicho en su última entrevista, lo que había quedado grabado en sus cuadernos de apuntes: “La justicia no es ciega, finge estarlo.” Tecleó esa frase como contraseña. El archivo se abrió.

Dentro había una lista de nombres, todos españoles, algunos conocidos, otros no tanto. Políticos, empresarios, jueces. Al lado de cada uno, una cantidad de dinero y una fecha. Y al final, la rúbrica incompleta del juez.

Clara comprendió en ese instante que aquel anciano, en sus últimos meses, había estado siguiendo el rastro de algo mucho más grande que unas simples multas perdonadas. Que quizá su fama televisiva había sido solo una fachada, o tal vez un entrenamiento, para enfrentarse a una maquinaria de corrupción que no conocía fronteras.

Pero antes de que pudiera imprimir la lista, la pantalla del ordenador se apagó de golpe. Un apagón que solo afectó a su casa. Cuando volvió la luz, el archivo había desaparecido.

Desde entonces, cada vez que Clara cuenta esta historia, baja la voz. Dice que aún escucha, en las grabaciones que guardó en secreto, la respiración entrecortada del juez. Y que en sueños lo ve sentado en la sala de audiencias, con el mazo en la mano, repitiendo una frase que nunca termina:

—El juicio no ha terminado…

Y nadie en Oviedo, ni en Providence, ni en ninguna parte, sabe si ese juicio alguna vez se celebrará.