Có thể là hình ảnh về 8 người

Una historia real de coincidencias imposibles, secretos médicos y un experimento inquietante

La noche del 12 de julio de 1980 comenzó como cualquier otra en el campus universitario de Sullivan County, Nueva York. Era verano, las fiestas rebosaban de música y alcohol barato, y los pasillos del dormitorio estudiantil se llenaban de risas. David Kellman, un muchacho de 19 años recién llegado, cruzaba el pasillo en busca de la habitación asignada. No conocía a nadie, apenas había desempacado una maleta con ropa y unos cuantos libros. Pero aquella misma noche, su vida iba a girar hacia un rumbo que ni en la más delirante fantasía habría imaginado.

Cuando abrió la puerta de la habitación 213, el silencio se hizo. Frente a él, un grupo de estudiantes se quedó paralizado. Uno de ellos, más alto, dejó caer el vaso de cerveza que tenía en la mano y murmuró incrédulo:
—Eddy… ¿qué haces aquí?

David no entendió nada. Le estaban llamando con un nombre que no era el suyo. La confusión creció cuando otro chico, con el rostro desencajado, lo agarró por el hombro y lo arrastró hasta un espejo en el pasillo. Allí, reflejado junto a los demás, vio algo imposible: no estaba solo. Su propio rostro se repetía, idéntico, en las miradas incrédulas de quienes le rodeaban.

Lo que en un principio parecía una broma universitaria se transformó, en cuestión de minutos, en un descubrimiento aterrador. David tenía un doble. Un muchacho llamado Eddy Galland. Pero lo que ninguno de los dos sabía aún, era que esa historia no terminaría con un simple parecido físico. Había un tercer rostro esperando en la penumbra de ese destino torcido: Robert Shafran.

El espejo roto del destino

El reencuentro de los tres fue tan cinematográfico que pronto las cámaras de televisión y los periódicos se disputaban cada detalle. Tres jóvenes idénticos, nacidos el mismo día, en el mismo hospital de Long Island, 1961. Separados al nacer y entregados a familias adoptivas distintas, sin jamás sospechar que existían los otros.

Al principio todo era felicidad. El país entero los adoptó como una curiosidad fascinante. Programas de entrevistas, portadas de revistas, incluso campañas publicitarias. Sonreían, abrazados, vestidos igual, como si intentaran recuperar en pocas semanas los años de infancia robados. Se mudaron juntos a un pequeño apartamento en Nueva York y abrieron un restaurante llamado Triplets, que pronto se convirtió en un imán para clientes que querían ver con sus propios ojos a “los hermanos milagro”.

Pero la euforia ocultaba una pregunta incómoda: ¿cómo era posible que tres hermanos hubieran sido separados deliberadamente sin que nadie lo supiera?

La primera grieta

Con el paso de los meses, pequeños detalles comenzaron a emerger. Cada uno de ellos recordaba haber recibido, en la infancia, visitas periódicas de hombres con batas blancas que realizaban extrañas pruebas: test psicológicos, grabaciones de video, cuestionarios que parecían no tener fin. Sus padres adoptivos también recordaban lo mismo, aunque nunca habían entendido por qué. Les dijeron que era parte de un “seguimiento rutinario” de la agencia de adopciones.

Lo que no sabían era que ellos, sus hijos, habían sido parte de un experimento social encubierto.

Un investigador independiente, al escuchar la historia, comenzó a rastrear archivos. Lo que descubrió fue inquietante: la agencia de adopciones Louise Wise Services había colaborado con un grupo de psicólogos en un estudio secreto sobre la influencia de la genética y el entorno. El plan consistía en separar gemelos y trillizos, asignarlos a familias de distinto nivel socioeconómico y seguir su desarrollo durante años.

Ninguno de los padres adoptivos había dado su consentimiento real. Ninguno de los niños sabía la verdad.

El experimento oculto

A medida que la investigación avanzaba, la imagen de los tres hermanos felices comenzó a resquebrajarse. No eran producto del azar, sino de un cálculo frío.

Robert había crecido en una familia acomodada, con acceso a educación de primer nivel. Eddy, en cambio, había tenido una vida más dura, con tensiones familiares constantes. David, el tercero, había vivido en un hogar de clase trabajadora, con menos recursos pero mucho afecto.

Los investigadores del estudio comparaban sus reacciones, sus conductas, sus logros académicos. Observaban, anotaban, filmaban. Nunca respondieron preguntas, nunca revelaron el propósito. Para ellos, aquellos niños eran ratas de laboratorio disfrazadas de seres humanos.

Lo más perturbador fue descubrir que no eran los únicos. Otros gemelos habían sido separados bajo el mismo esquema. Pero sus historias quedaron enterradas en cajas polvorientas, ocultas bajo candados en universidades y archivos privados.

La presión de la fama

Mientras los documentos salían a la luz, los trillizos intentaban mantener la normalidad. Pero pronto la vida pública comenzó a pesar. Las sonrisas en televisión ocultaban tensiones internas. Eddy, en particular, empezó a mostrar signos de depresión. Sentía que algo en su vida estaba roto de manera irreversible.

El experimento había jugado con sus destinos, y ahora, aunque estaban juntos, las diferencias de carácter y crianza se volvían abismos. Las discusiones crecieron, el restaurante sufrió, y la relación entre ellos empezó a resquebrajarse.

Lo que había comenzado como un milagro televisivo se transformaba poco a poco en una tragedia silenciosa.

La verdad incómoda

Décadas más tarde, investigadores y periodistas lograron acceder parcialmente a los archivos del estudio. Descubrieron que los resultados nunca fueron publicados. El experimento quedó inconcluso, quizás porque las implicaciones éticas eran demasiado explosivas. Pero los daños ya estaban hechos.

Los trillizos no fueron consultados, no fueron informados. Se enteraron de que sus vidas habían sido manipuladas con la frialdad de quien ajusta piezas en un tablero. La confianza en las instituciones se quebró. Lo que debería haber sido un vínculo familiar celebrado por el destino se reveló como una herida abierta provocada por la ambición científica.

Un legado inquietante

El caso de los trillizos sigue siendo uno de los ejemplos más perturbadores de cómo la ciencia puede cruzar límites morales en nombre del conocimiento. A día de hoy, gran parte de los documentos del estudio permanecen sellados hasta el año 2066. Nadie sabe qué más revelarán cuando finalmente salgan a la luz.

Lo que sí se sabe es que aquellos tres jóvenes cargaron con un destino que nunca eligieron. La sonrisa en las fotos esconde la pregunta que aún hoy resuena: ¿hasta dónde puede llegar la ciencia cuando decide tratar a los seres humanos como simples objetos de estudio?