
La noche del 21 de mayo de 1999 debía ser inolvidable para Clara Méndez. Tenía 18 años, un vestido azul cielo y una sonrisa nerviosa mientras se miraba al espejo antes de salir de casa. Eran las 19:45 cuando se despidió de su madre, diciendo que llegaría en quince minutos al salón de eventos del Hotel Imperial, donde la esperaba el baile de graduación. La última persona que habló con ella fue su mejor amiga, Laura Campos, a las 19:52. “Ya voy para allá”, dijo Clara antes de colgar. No volvió a contestar.
A las 22:30, su padre, inquieto, llamó a la policía. Un par de horas después, un patrullero encontró su Toyota Corolla azul estacionado en el arcén de una carretera rural, a ocho kilómetros de la ruta que debía haber tomado. Dentro estaban su bolso, su cartera con 35 dólares y un ramo de flores. La llave seguía en el contacto, pero no había señales de lucha ni huellas extrañas. Solo un detalle: el asiento del conductor estaba más retrasado de lo que ella lo habría puesto.
La desaparición movilizó a toda la ciudad. Voluntarios, perros rastreadores, helicópteros y policías peinaron ríos y bosques sin encontrar rastro. Las hipótesis iban desde un secuestro a un ataque fortuito en la carretera, pero ninguna pista se consolidaba. Un año después, el expediente pasó a la unidad de casos sin resolver. La familia, incapaz de rendirse, contrató a un exdetective, Rafael Ledezma, que revisó cada documento, interrogó a viejos compañeros de promoción y siguió pistas dudosas. Una de ellas apuntaba a un joven que había mentido sobre su paradero esa noche, pero nada lo vinculaba directamente.
El caso se fue enfriando, hasta que seis años después ocurrió lo inesperado. El 17 de septiembre de 2005, Miguel Ochoa, trabajador de un desguace, desmontaba el asiento trasero de un Corolla oxidado. La espuma estaba cortada y cosida de nuevo. Al abrirla, encontró una caja de terciopelo azul marino envuelta en plástico. Dentro había un anillo de plata con una turquesa y una pequeña placa metálica con un mensaje grabado: “Para C.M., lo prometido está cumplido. Nos vemos pronto.”
El coche resultó ser el mismo que Clara conducía la noche que desapareció. Oficialmente había sido entregado a la familia en 2000 y vendido como chatarra, pero nadie pudo explicar cómo reapareció en un lote privado años después. El anillo fue reconocido por la madre de Clara como un regalo de su abuela. Nunca apareció en las inspecciones iniciales del coche.
La policía reabrió la investigación. Entre las viejas pistas, emergió un dato olvidado: un sedán negro había seguido a varios autos de estudiantes aquella noche. El vehículo coincidía con el de Damián Rosales, un mecánico con antecedentes por acoso que había trabajado en el taller donde revisaron el Corolla semanas antes. Rosales murió en 2003 y en su garaje hallaron objetos de mujeres desaparecidas, aunque ninguno pertenecía a Clara.
Para Ledezma, la hipótesis era clara: Clara fue interceptada por alguien conocido, posiblemente Rosales o un cómplice, llevada a otro lugar y asesinada. Años después, alguien con acceso al coche ocultó la caja como una firma o confesión. Sin cuerpo y con pruebas insuficientes, el caso sigue abierto. La madre de Clara todavía visita el lugar donde apareció el coche. “Sé que alguien sabe la verdad y sigue callando”, dice.
En 2019, veinte años después, un periodista recibió un sobre sin remitente. Dentro había una foto de Clara en su vestido de graduación y una pequeña llave. Nadie sabe qué abre. La frase grabada en la caja sigue inquietando a todos: “Lo prometido está cumplido. Nos vemos pronto.” Y mientras no se resuelva, la sensación es que esa promesa todavía está pendiente de cumplirse.
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