Có thể là hình ảnh về 10 người và văn bản cho biết 'EL ORFANATO MÁS CRUEL DE MÉXICO HISTORIAS TANFF'

En medio de la meseta castellana, donde los inviernos parecen nunca terminar y el viento arrastra el polvo como si quisiera borrar las huellas de todo lo que alguna vez existió, se levanta la silueta derruida de un edificio que pocos se atreven a nombrar. Lo llaman de muchas maneras: la casa de los huérfanos, el convento maldito, la caridad cruel. Pero en los archivos polvorientos de la diócesis aparece con un nombre tan inocente como irónico: Orfanato de Santa Eulalia. Construido a principios del siglo XX con la fachada de un refugio piadoso, prometía amparo para los niños desamparados de la región. Los periódicos de la época, con tinta cargada de fervor religioso, lo anunciaban como un faro de esperanza, un proyecto de bondad que rescataría a los pequeños de la miseria y les daría pan, educación y fe. Nadie en aquel entonces podía sospechar que detrás de esas paredes se gestaba uno de los capítulos más oscuros de la historia social española.

Los primeros testimonios comenzaron a filtrarse apenas una década después de su inauguración. Vecinos que pasaban cerca decían escuchar llantos en la madrugada, lamentos apagados que no parecían los juegos de niños sino súplicas rotas. Otros afirmaban haber visto figuras pequeñas asomarse tras las ventanas con barrotes, rostros pálidos que desaparecían en cuanto alguien se acercaba. El rumor de que algo no estaba bien comenzó a crecer, pero el miedo al poder de la Iglesia y al peso de la autoridad mantuvo a la mayoría en silencio.

Los registros oficiales hablan de 93 niños que pasaron por Santa Eulalia entre 1908 y 1931. Pero lo extraño es que los expedientes se interrumpen bruscamente, como si alguien hubiese arrancado páginas enteras de los libros. En algunos casos aparece una simple nota: “entregado a familia adoptiva” o “traslado a institución superior”. Nadie en el pueblo recuerda haber visto a esas familias, ni hay constancia de los supuestos traslados. Los nombres de los niños se pierden en el aire como si hubieran sido borrados.

La rutina dentro del orfanato era descrita por los supervivientes —pocos, muy pocos— como una mezcla de disciplina militar y terror. Se levantaban antes del amanecer, rezaban durante horas, trabajaban en los huertos y en la lavandería hasta que sus manos sangraban. La comida era escasa: pan duro, caldo aguado, a veces nada. Las monjas encargadas, lejos de ser madres sustitutas, imponían castigos que rozaban la crueldad ritual. Había una celda de piedra bajo el edificio, húmeda y sin luz, donde encerraban a quienes se atrevían a llorar por sus padres o a pedir más pan. Algunos niños no volvieron a salir de ese sótano.

Uno de los testimonios más estremecedores lo dio, muchos años después, un anciano que afirmaba haber pasado su infancia allí. Se llamaba Julián y vivía en una residencia de mayores en León. Con voz temblorosa contaba que lo que más recordaba no eran los golpes ni el hambre, sino el silencio impuesto. “Nos prohibían hablar entre nosotros después de la oración de la noche. Solo se oía el crujir de las camas de hierro y, de vez en cuando, un sollozo ahogado. Pero lo peor era cuando el silencio se rompía con pasos en el pasillo. Si los pasos se detenían frente a tu puerta, sabías que esa noche no dormirías.” Nunca quiso detallar qué ocurría después, solo repetía una y otra vez: “No éramos huérfanos, éramos prisioneros.”

La figura más temida del orfanato era el director, un sacerdote de origen vasco llamado Padre Anselmo. Los pocos documentos que lo mencionan lo describen como un hombre severo, de rostro anguloso y mirada fría. Se decía que había servido como capellán militar antes de ser asignado a Santa Eulalia. Los niños lo recordaban por su sotana siempre impecable y por el bastón que llevaba en la mano, no por necesidad, sino como símbolo de control. Ese bastón, según Julián, jamás golpeaba el suelo: siempre caía sobre espaldas, manos o rostros. Nadie en el pueblo lo cuestionaba. Cuando se lo veía pasar, todos bajaban la cabeza.

Pero la historia del orfanato no se reduce a castigos y hambre. Hay algo más, algo que se filtra en los relatos como una sombra persistente. Algunos hablaban de rituales nocturnos en la capilla, de niños obligados a arrodillarse hasta desmayarse, de voces en latín que resonaban como si invocaran algo que iba más allá de la fe. Una mujer que trabajó de cocinera en la institución aseguró, en una entrevista perdida de los años 70, que había visto cómo en ciertas madrugadas bajaban cuerpos envueltos en sábanas hacia el sótano. Nunca volvió a hablar del tema, y a los pocos meses desapareció del pueblo.

Con el paso de los años, el orfanato fue perdiendo presencia pública hasta que, de repente, cerró sus puertas en 1932. Oficialmente, por falta de recursos. Pero los vecinos siempre sospecharon que la verdadera razón estaba en algo mucho más siniestro. Nadie reclamó a los niños. Nadie los buscó. Simplemente, dejaron de existir. El edificio quedó abandonado, aunque algunos afirmaban ver luces en las ventanas décadas después.

En los años 90, un grupo de jóvenes exploradores urbanos decidió entrar al lugar. Armados con linternas y cámaras, recorrieron los pasillos cubiertos de polvo. Encontraron camas oxidadas, libros de catecismo abiertos en páginas que hablaban del castigo eterno, y en el sótano, cadenas incrustadas en la pared. Una de las grabaciones, filtrada en foros de internet, mostraba lo que parecía un cuaderno infantil, con dibujos de figuras negras de pie junto a niños que lloraban. En la última página se leía: “Hoy vino por mí. Si no regreso, que alguien recuerde mi nombre.” El nombre estaba tachado con furia.

La policía local desestimó las denuncias alegando que eran “leyendas urbanas” y que nada en los archivos oficiales probaba los abusos. Sin embargo, cada cierto tiempo, algún vecino asegura escuchar risas infantiles dentro del edificio. Risas que, según ellos, no tienen nada de alegres. Otros hablan de ver sombras pequeñas moviéndose entre las ventanas, o de sentir manos frías tocarles el hombro cuando pasan cerca.

La leyenda de Santa Eulalia creció tanto que algunos periodistas intentaron investigar, pero la mayoría abandonó antes de publicar nada. Uno de ellos, un corresponsal madrileño, dejó escrito en su libreta: “Hay cosas que es mejor no destapar. Porque lo que se oculta bajo esas piedras no es solo humano.” Nadie volvió a saber de él.

Hoy, el orfanato sigue en pie, cada vez más devorado por la maleza. Los pocos que se atreven a entrar aseguran sentir una presión insoportable en el pecho, como si el aire se volviera espeso. Algunos salen corriendo sin poder explicar por qué. Otros confiesan haber escuchado sus propios nombres susurrados en la oscuridad.

Nadie sabe con certeza qué ocurrió con los 93 niños de Santa Eulalia. Los registros oficiales callan, los testigos se contradicen, y las paredes guardan un secreto que se niega a morir. Quizás fueron víctimas de abusos, quizás de rituales, quizás de algo aún más terrible que escapa a la razón. Lo cierto es que sus nombres nunca volvieron a aparecer, y sus sombras parecen seguir vagando en los pasillos.

Y hay algo más. Una grabación reciente, tomada por un turista curioso con su móvil, muestra en una de las ventanas superiores la silueta clara de un grupo de niños con uniformes antiguos. Sonríen hacia la cámara, inmóviles, como en una fotografía vieja. Pero en el momento en que el hombre baja la linterna, los rostros se transforman en gestos vacíos, y la imagen se corta de golpe. El archivo termina con un sonido metálico, similar al golpe de un bastón contra el suelo.

Nadie ha logrado explicar la grabación, y nadie quiere hacerlo. Porque en Castilla, cuando alguien menciona Santa Eulalia, el silencio vuelve a imponerse. Los viejos apartan la mirada, los jóvenes fingen no escuchar. Todos saben que el edificio sigue ahí, esperando, guardando dentro las voces de quienes nunca pudieron salir. Y mientras tanto, los nombres de los 93 niños siguen escritos en algún lugar que aún no se ha encontrado.

Quizás, si algún día alguien se atreve a abrir los muros, la verdad salga a la luz. O tal vez sea mejor que nunca lo haga, porque hay puertas que, una vez abiertas, jamás vuelven a cerrarse.