
Tapachula, Chiapas. Abril de 2007. El sol caía lento sobre los techos oxidados del barrio San Antonio cuando Rosa Elizabeth, de solo trece años, salió de casa con su mochila violeta. Dentro llevaba una libreta, un cepillo y una carta doblada que su madre nunca había visto.
Su madre, doña Maribel, recuerda cada detalle. “Solo iba a entregar unos papeles”, le dijo Rosa antes de salir. Tenía esa sonrisa dulce de quien aún confía en todos. No sabía que esa sería la última vez que la vería caminar por la calle empedrada frente a su casa.
Rosa era la menor de cuatro hermanos. Estudiaba por las mañanas y ayudaba a su madre por las tardes, limpiando casas o vendiendo pan en las esquinas. En el barrio la conocían por su voz suave y su sueño imposible: quería ser enfermera. “Para curar gratis a los niños que no tienen dinero”, decía. Pero aquel día, entre el calor y la promesa de un cambio, se cruzó con alguien que convertiría su vida —y la de toda su familia— en una pesadilla.
Según testigos, una camioneta gris se detuvo frente a Rosa. De ella bajó un hombre de unos cincuenta años, bien vestido, con un tono de voz suave, casi paternal. Algunos niños del barrio lo habían visto antes, preguntando por jóvenes “responsables y trabajadoras”. Decía ofrecer empleo en una tienda de ropa en el centro.
Rosa había hablado con él días antes. Le prometió ayudarla a conseguir trabajo medio tiempo para pagar los útiles escolares. “Es bueno, mamá, me dijo que también ayudó a las hijas de doña Lidia”, había dicho ilusionada. Esa ilusión fue la puerta abierta hacia el horror.
La cámara de seguridad de una tienda cercana registró a Rosa subiendo a la camioneta a las 5:47 p.m. Después de eso, el rastro se apagó.
Doña Maribel denunció la desaparición la misma noche. En la comisaría, el oficial solo encogió los hombros: “Seguramente se fue con su novio. Ya volverá.” Pasaron los días. Luego semanas. Nadie investigaba. Nadie llamaba. La familia imprimió volantes, recorrió hospitales, preguntó en terminales, en iglesias.
Un hombre les dijo haber visto una camioneta similar en la carretera a Huixtla, cerca de una bodega abandonada. Cuando la policía finalmente fue, el lugar estaba vacío. Solo encontraron velas negras consumidas, dibujos extraños en las paredes y restos de ropa infantil quemada. Maribel reconoció una tela: el borde violeta de la mochila de Rosa.
Durante los meses siguientes, aparecieron rumores. En los pueblos cercanos comenzaron a hablar de un grupo que realizaba rituales “de purificación”, dirigidos por un hombre que decía comunicarse con “la luz interior del sacrificio”. Algunos vecinos recordaron que el mismo hombre de la camioneta gris había sido maestro de catecismo años atrás, hasta que fue expulsado por “comportamiento extraño”. Nadie quiso mirar más de cerca.
Una madrugada, Maribel recibió una llamada anónima: “Busque en la casa vieja, la que tiene los cristales rotos… ella está ahí.” La policía llegó al lugar una semana después. Era una casa en ruinas, con paredes cubiertas de símbolos dibujados en sangre seca. En el sótano, encontraron animales muertos, fragmentos de muñecas y un altar con fotografías de niños desaparecidos en la región. Entre ellas, una: Rosa, sonriendo.
El hallazgo generó pánico. Los medios comenzaron a hablar de “sectas satánicas” y “rituales de iniciación”. Pero tras unos días, el caso fue olvidado entre otros titulares. No hubo detenidos. No hubo respuestas.
Hasta 2013. Ese año, un grupo de albañiles trabajaba en la restauración de una antigua casona colonial en el centro de Tapachula. Mientras retiraban ladrillos de una pared interior, uno de ellos golpeó una caja metálica oxidada. Dentro había recortes de periódico, cabellos trenzados con cintas violetas y una nota arrugada que decía: “Perdón por haber creído. Todo duele menos el silencio.”
La letra coincidía con la de Rosa. Los investigadores confirmaron el vínculo, pero no se encontraron restos humanos. Solo objetos que parecían formar parte de un ritual de encierro.
Un periodista local, Ernesto Dávila, retomó el caso. Pasó meses entrevistando a antiguos miembros de un grupo llamado La Orden de la Llama Pura, liderado por un hombre conocido como “El Pastor”. Según los testimonios, el grupo reclutaba jóvenes con promesas de trabajo y “redención espiritual”. A los padres se les decía que sus hijos estaban “sirviendo a la luz”. Pero nadie los volvía a ver.
Ernesto descubrió que el líder del grupo había sido arrestado en 1999 por tráfico de menores y liberado dos años después por falta de pruebas. Su descripción coincidía con la del hombre de la camioneta gris. El periodista publicó su investigación en 2014. Días después, desapareció. Su auto fue hallado en una brecha rural. Dentro, solo había una grabadora, aún encendida, reproduciendo una voz infantil que decía una y otra vez: “No creas en la luz, mamá.”
En la actualidad, el caso de Rosa Elizabeth Pérez Ramírez sigue abierto. Su madre conserva en un cajón la libreta donde la niña escribió sus sueños: “Quiero tener una casa para cuidar a los que nadie quiere cuidar.” Cada año, el 12 de abril, Maribel deja una vela encendida frente a la puerta y una taza de chocolate caliente. Dice que así su hija no tendrá frío si algún día regresa.
Los vecinos aún hablan en voz baja. Algunos aseguran que el grupo sigue activo, cambiando de nombre y de ciudad. Otros prefieren no recordar. Pero hay algo que todos saben: desde aquella tarde, Tapachula dejó de ser el mismo lugar.
El caso de Rosa no fue único. En los años siguientes, más de veinte niñas desaparecieron en circunstancias similares. Familias pobres, sueños humildes, y siempre la misma historia: un hombre amable, una oportunidad, y luego el vacío.
Organizaciones de derechos humanos han pedido reabrir la investigación, señalando negligencia policial y vínculos con autoridades locales. Sin embargo, los expedientes permanecen incompletos, y muchas pruebas “se extraviaron”. El sacerdote del barrio, padre Camilo, dice en sus misas: “A veces el diablo no tiene cuernos ni fuego. Solo una sonrisa y palabras bonitas.”
En 2019, un investigador independiente obtuvo acceso a documentos del archivo judicial. Entre ellos, una carta nunca publicada, encontrada en la casa abandonada en 2008 pero retenida como evidencia. Decía: “Si alguien encuentra esto, no me busquen. No estoy perdida, me ofrecieron algo que no existe. Dile a mamá que no abra la puerta si alguien dice venir de parte de Dios. Él no tiene rostro, pero su voz quema.”
Nadie pudo confirmar si la escribió Rosa o si fue parte de una manipulación ritual. Pero desde entonces, la carta circula en redes como un grito de advertencia.
Hoy, el nombre de Rosa Elizabeth se menciona en marchas feministas, en muros pintados, en velas dejadas frente a edificios públicos. Su historia se ha convertido en símbolo de las niñas olvidadas, de las promesas rotas, del silencio cómplice.
Doña Maribel, ya con el cabello blanco, dice que a veces siente que su hija le habla en sueños. “No tengo miedo, solo tristeza. Y si ella está en otro lugar, espero que haya encontrado la luz… pero una de verdad.”
Las autoridades siguen sin respuestas. Los vecinos siguen sin dormir tranquilos. Y la ciudad, cada noche, parece respirar un poco más lento cuando el viento apaga las luces.
Porque en Tapachula, nadie olvida a Rosa. Solo aprenden a vivir con su ausencia.
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