Có thể là hình ảnh về 2 người và mọi người đang leo núi

La cordillera blanca del Perú se extiende como una muralla de hielo que parece rozar el cielo. Entre sus cumbres, el Huascarán, con sus 6.768 metros de altitud, impone un silencio casi religioso. Los quechuas lo veneran como un Apu, un espíritu tutelar que protege pero también exige respeto. Para los montañistas extranjeros, es un trofeo, una cima soñada. Para los lugareños, es un devorador de hombres. A lo largo de las décadas, la montaña ha cobrado decenas de vidas, cuerpos que el hielo retiene como si quisiera preservarlos para siempre.

En julio del año 2001, un joven alpinista estadounidense de nombre Michael Andrews partió hacia esa cumbre con una determinación que parecía inquebrantable. Tenía treinta y siete años, una familia en su país —una esposa, dos hijos pequeños— y la ambición de conquistar uno de los picos más difíciles de Sudamérica. Su plan era ascender solo, un gesto de orgullo que muchos consideraron temerario. Los registros muestran que alcanzó un campamento alto, desde donde envió un breve mensaje: “El clima se complica, pero sigo adelante”. Fue lo último que se supo de él.

Los días posteriores estuvieron marcados por el desconcierto. Otros expedicionarios no lo vieron descender. Equipos de rescate intentaron rastrear sus pasos, pero apenas hallaron fragmentos de cuerda, una marca borrosa en la nieve, nada más. La montaña lo había devorado. Durante semanas, su nombre circuló en periódicos locales e internacionales. La embajada de Estados Unidos gestionó operativos, helicópteros, perros entrenados, sin éxito. El caso se desvaneció con el tiempo. Michael pasó a ser un desaparecido más en la lista de víctimas del Huascarán. Para su familia, fue una herida abierta, un duelo sin cuerpo que enterrar.

Veintidós años más tarde, cuando el cambio climático empezaba a devorar glaciares en todo el mundo, la montaña cedió parte de su secreto. En mayo de este año, dos guías peruanos que exploraban una ruta secundaria notaron algo extraño en la superficie helada: un bulto oscuro, semienterrado, que contrastaba con el blanco intenso de la nieve. Al acercarse, vieron una bota de montaña, luego un brazo rígido, finalmente el cuerpo completo de un hombre. Estaba intacto, congelado como una escultura de hielo, con el equipo aún sujeto a su torso. Parecía más dormido que muerto.

La noticia se propagó de inmediato. Equipos especializados en rescate de altura acudieron a la zona para organizar la extracción. Recuperar un cuerpo a más de seis mil metros no es una operación sencilla: requiere cuerdas, camillas especiales, un esfuerzo coordinado y horas de descenso con un peso muerto que, en esa altitud, se siente multiplicado por diez. Aun así, tras varios días de maniobra, lograron bajar el cadáver hasta un campamento seguro. Los periodistas hablaban ya del “misterio resuelto” y los lugareños susurraban con temor: la montaña había devuelto a su fantasma.

La identidad fue confirmada casi de inmediato. En una de las chaquetas aún se conservaba un pasaporte estadounidense protegido en una bolsa plástica. La comparación dental y las huellas coincidieron: se trataba de Michael Andrews, el alpinista desaparecido en 2001. Con él se encontraron objetos personales que parecían suspendidos en el tiempo: una brújula metálica, fotografías en blanco y negro de dos niños pequeños y una mujer sonriente, y un cuaderno de viaje con anotaciones en inglés. Ese diario revelaba la intimidad de sus últimos días en la montaña. La escritura se volvía cada vez más desordenada y nerviosa a medida que ascendía. En una de las últimas páginas, antes de que la tinta se interrumpiera con un trazo tembloroso, dejó una frase inquietante: “La montaña no está sola. Escucho pasos detrás de mí, pero no hay nadie. Si no regreso, que mis hijos sepan que luché hasta el final”.

El cuerpo fue llevado a Huaraz para los procedimientos forenses. Allí, médicos y policías confirmaron que no había señales de violencia externa más allá de heridas propias de una caída y congelación. El caso, al menos para los informes oficiales, estaba cerrado. Sin embargo, entre los rescatistas que participaron en la recuperación circularon versiones distintas. Algunos afirmaban haber visto huellas frescas alrededor del lugar donde apareció Andrews, como si alguien más hubiera caminado allí recientemente. Eran huellas pequeñas, más modernas que las botas rígidas del estadounidense, y lo más extraño: se perdían en dirección contraria a la grieta donde el cuerpo estaba atrapado. Nadie pudo explicar de quién eran.

Durante el traslado en camilla, dos rescatistas aseguraron escuchar un silbido insistente que parecía provenir del interior del glaciar. Era como una voz apagada llamando por ayuda. Al principio pensaron que era el viento filtrándose entre las grietas, pero la sensación era demasiado nítida. Miraron alrededor: no había nadie. Lo comentaron entre sí, pero decidieron callar ante sus superiores. “Si lo decíamos, nos tildaban de locos”, confesó uno de ellos después.

La morgue de Huaraz recibió el cadáver y lo mantuvo en cámaras frigoríficas hasta su repatriación. Fue entonces cuando otra anécdota perturbadora salió a la luz. Una enfermera comentó, en voz baja, que había visto el brazo derecho del alpinista en una posición diferente a la del ingreso. Juró que al cubrirlo para una revisión posterior, la mano estaba ligeramente abierta, como si intentara alcanzar algo. Varios compañeros la desmintieron, pero ella no se retractó.

Poco después del hallazgo, un guía local regresó al glaciar por su cuenta. Decía sentirse inquieto, como si algo lo llamara de nuevo. Entre el hielo encontró una vieja cámara de video semidestruida. Al revisar la tarjeta de memoria, descubrió imágenes grabadas en los últimos días de Andrews. Se veía al alpinista jadeando, avanzando en soledad, hablando a la cámara con frases cortas: “El clima empeora, pero sigo”. En dos ocasiones, mientras la lente se movía torpemente, aparecía al fondo una silueta oscura, difusa, como una figura humana que caminaba unos metros más arriba. El estadounidense nunca la menciona, pero su mirada se tornaba ansiosa, sus respiraciones más agitadas. En la última escena, antes de que la cámara caiga en la nieve, se escucha un murmullo grave y claro: “No estás solo”. La grabación se corta en ese instante.

Las autoridades no incluyeron este hallazgo en el expediente oficial. Se limitaron a confirmar que los restos serían repatriados a Estados Unidos. La familia de Andrews viajó al Perú para recuperar sus pertenencias y asistir al traslado. Los hijos, que habían crecido con la ausencia de un padre convertido en leyenda, se enfrentaron al cierre doloroso de un duelo de dos décadas. En una breve conferencia de prensa, agradecieron a los rescatistas y declararon que, al fin, podían despedirse. “Sabemos que nuestro padre amaba las montañas. Ahora descansará en paz”, dijo uno de ellos con la voz entrecortada.

Pero en Huaraz, y entre los guías que conocen cada pliegue del Huascarán, nadie cree que la historia haya terminado. Dicen que desde el hallazgo las tormentas son más bruscas, que el hielo cruje con un sonido inquietante y que, por las noches, alrededor de los campamentos base se escuchan pasos que no pertenecen a ningún montañista. El mito del fantasma del Huascarán ha regresado con más fuerza que nunca.

El cuerpo de Michael Andrews ya descansa en su tierra natal, pero su sombra sigue en la montaña. Lo que el glaciar ocultó durante veintidós años no era solo un cadáver: era un misterio que aún late en las paredes heladas. Nadie puede explicar las huellas que no coinciden, ni la voz que quedó registrada en la cámara, ni la sensación de quienes cargaron con él de que algo, o alguien, todavía lo acompañaba en la cima.

Quizá el Huascarán nunca devuelve nada por completo. Quizá la montaña solo entregó una parte de su secreto y decidió guardar lo demás para sí. Lo cierto es que cada nuevo alpinista que se acerca a sus faldas lo hace con una mezcla de ambición y temor. Saben que allí, bajo toneladas de nieve, hay más historias atrapadas, más nombres borrados por el viento, más fantasmas aguardando su turno para ser encontrados. Y saben también que la montaña siempre reclama algo a cambio.