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En el verano de 2014, en un rincón verde y húmedo de Asturias, dos jóvenes botánicas españolas, Laura Fernández y Marta Lozano, se adentraron en los bosques con la ilusión de completar un estudio sobre especies vegetales raras. Eran dos chicas sencillas, apasionadas por la naturaleza y respetadas por la comunidad científica de la Universidad de Oviedo. Se despidieron de sus familias con una sonrisa y una promesa de volver en pocos días. Nunca regresaron. Aquel fue el inicio de una de las desapariciones más misteriosas de la última década en España, un caso que marcó a toda una sociedad y que nueve años después todavía provoca escalofríos.

Los primeros días de búsqueda fueron un despliegue masivo: voluntarios, guardias civiles, helicópteros, perros adiestrados. Pero el bosque se tragó sus huellas. No se encontró una mochila, una prenda de ropa, un cuaderno de campo, nada. La última señal de sus teléfonos móviles se había registrado cerca de un sendero poco transitado, en dirección a la reserva natural de Muniellos. Las familias vivieron entonces un infierno diario: esperaban cualquier llamada de las autoridades, cualquier pista, incluso un rumor que diera algo de esperanza. Los meses pasaron, las hipótesis se multiplicaron —un accidente en un terreno escarpado, un encuentro con cazadores furtivos, una desaparición voluntaria— pero ninguna convencía.

España entera conoció sus nombres. En las plazas de Oviedo y Gijón se organizaron vigilias con velas, los vecinos colocaban carteles con sus rostros sonrientes, y las redes sociales amplificaban el clamor: “Que no se olviden sus nombres”. Sin embargo, con el paso de los años, la atención mediática disminuyó. La vida siguió para la mayoría, pero no para los padres de Laura ni de Marta. Ellos se convirtieron en peregrinos del dolor, repitiendo entrevistas, visitando comisarías, rogando que se reabriera el caso. Cada Navidad, una silla vacía recordaba la ausencia. Cada cumpleaños era una herida que sangraba en silencio.

Nueve años después, cuando el caso parecía condenado al archivo definitivo, ocurrió algo que sacudió no solo a las familias, sino a toda la sociedad española. El 23 de agosto de 2023, un cazador en los alrededores de Cangas de Narcea descubrió una escena extraña. En un claro del bosque, un alce de gran tamaño yacía muerto sobre una lona azul improvisada. Entre sus astas, como si la naturaleza misma quisiera hablar, había un cráneo humano. El hombre, horrorizado, avisó de inmediato a la Guardia Civil.

La zona fue acordonada y durante horas los forenses trabajaron en silencio, recogiendo pruebas. El cráneo, pese a estar blanqueado por el tiempo, conservaba detalles que apuntaban a que pertenecía a una mujer joven. La hipótesis más inmediata era dolorosa: podía ser una de las dos botánicas desaparecidas. Las familias, al ser notificadas, se sumieron en un estado de angustia insoportable. “No quiero creerlo hasta que me lo confirmen, pero en el fondo sé que es mi hija”, susurró entre lágrimas María José Lozano, la madre de Marta.

Los análisis de ADN confirmaron días después lo que todos temían: los restos eran de Laura Fernández. La noticia recorrió los titulares de todo el país. La imagen del cráneo atrapado entre las astas del alce se convirtió en símbolo de un misterio que la naturaleza había guardado durante casi una década. Sin embargo, la confirmación no trajo consuelo, sino más preguntas. ¿Cómo había llegado el cráneo hasta allí? ¿Había sido un accidente? ¿O alguien lo colocó deliberadamente?

Los forenses hallaron detalles perturbadores. En el interior del cráneo encontraron fibras textiles y un fragmento metálico diminuto, como parte de un objeto insertado años atrás. El hallazgo alimentó especulaciones: algunos hablaban de un crimen organizado, otros de rituales oscuros. Pero lo que más inquietaba era lo que faltaba: el resto del cuerpo de Laura nunca apareció. Y tampoco había rastro alguno de Marta.

La Guardia Civil reabrió la investigación, desplegando drones, perros de rastreo y equipos especializados en criminología. Revisaron cuevas, rastrearon riachuelos y entrevistaron a viejos testigos. Las hipótesis oficiales eran prudentes: “todas las posibilidades están abiertas”, repetían los portavoces. Pero el silencio pesaba, y en los pueblos cercanos los rumores corrían como fuego. Algunos vecinos aseguraban haber visto luces extrañas en el bosque por las noches. Otros hablaban de cazadores furtivos y prácticas ilegales. Hubo incluso quienes mencionaron la existencia de un “guardián” invisible del bosque que no permitía intrusos.

En paralelo, los medios de comunicación comenzaron a recuperar la historia. Programas de televisión reconstruyeron los últimos días de las jóvenes, periodistas de investigación publicaron artículos señalando negligencias en la búsqueda inicial. Se descubrió que en 2014 se habían dejado sin revisar varias zonas de difícil acceso por falta de recursos. Ese error ahora resultaba imperdonable.

La sociedad española reaccionó con una mezcla de indignación y compasión. Asociaciones feministas denunciaron que la desaparición de mujeres en entornos rurales no recibía la misma atención que otros casos mediáticos. Grupos ecologistas exigieron más control en las reservas naturales. Y mientras tanto, las familias solo pedían una cosa: encontrar también a Marta.

Durante semanas, el hallazgo del alce fue tema central en noticieros y tertulias. Se especuló sobre todo: ¿y si Laura y Marta habían sido secuestradas? ¿y si estaban investigando algo que molestó a alguien poderoso? ¿y si lo del cráneo en el alce era un mensaje macabro de advertencia? Nadie tenía respuestas claras, pero el misterio volvía a estar vivo.

En octubre de 2023, apenas dos meses después del hallazgo, surgió otro giro inesperado. En una revisión exhaustiva del cráneo, un técnico forense encontró, incrustado entre las fisuras del hueso, un fragmento protegido de papel envejecido. Al desplegarlo, apareció una inscripción breve, apenas legible, escrita con lápiz: “No está sola”. Esa frase se convirtió en la clave de toda la investigación.

Los investigadores no revelaron más datos, pero fuentes cercanas aseguraron que la letra coincidía con la caligrafía de Laura, registrada en antiguos cuadernos de campo. ¿Cómo había llegado aquel mensaje dentro de su propio cráneo? ¿Fue escrito bajo coacción? ¿Lo colocó otra persona tras su muerte? Lo único seguro es que esas palabras abrían un abanico de interpretaciones que helaban la sangre.

Para las familias, la frase era una chispa de esperanza. “Si dice que no está sola, yo quiero creer que Marta sigue viva”, declaró el padre de Laura. Para los expertos, sin embargo, significaba algo más complejo: alguien se tomó el tiempo de dejar una señal deliberada, alguien que conocía el caso y que quizás quería mantener vivo el enigma.

La investigación continúa hasta hoy, con más preguntas que respuestas. Marta Lozano sigue desaparecida, y su ausencia es un fantasma que pesa sobre todo el caso. El hallazgo del cráneo de Laura, enredado en las astas de un alce, no resolvió el misterio: lo multiplicó.

Nueve años de silencio terminaron con una imagen escalofriante, un mensaje oculto y una certeza insoportable: en los bosques de Asturias aún se esconde una verdad oscura que nadie se atreve a pronunciar en voz alta. El eco de aquellas dos jóvenes botánicas perdura, y España entera espera que algún día, quizá entre los árboles o en la soledad de una cueva, la historia completa salga a la luz.

Porque lo único que sabemos con certeza es que Laura no estaba sola… y aún queda alguien esperando a ser encontrado.