La Universidad Complutense de Madrid duerme en silencio cuando el reloj marca las tres de la madrugada. Las farolas del campus parpadean como si lucharan por mantenerse encendidas y el viento de otoño arrastra hojas secas que golpean las ventanas cerradas. Dentro, solo un hombre camina entre pasillos interminables, empujando un carrito cargado de cubos, escobas y botellas de desinfectante.
Su nombre es Ángel Romero, aunque casi nadie lo recuerda. Para la mayoría de estudiantes y profesores, no es más que “el conserje nocturno”, una silueta que desaparece antes de que amanezca. Pero detrás de sus manos gastadas y su espalda encorvada por años de fregar suelos se esconde una historia que, contada en voz baja, parece increíble: todo lo que hacía allí no era solo limpiar, sino preparar el terreno para algo mucho mayor.
Ángel sabía un secreto que pocos empleados conocían: en aquella universidad, los hijos de trabajadores tenían derecho a estudiar sin pagar matrícula. Era un privilegio escondido entre reglamentos antiguos, casi olvidados. Una cláusula que, a ojos de cualquiera, parecía burocracia polvorienta. Para él, en cambio, era la llave de un futuro.
Cada noche que empuñaba la fregona, no veía únicamente baldosas manchadas de barro; veía también la posibilidad de que sus cinco hijos algún día caminaran por esos mismos pasillos, pero con libros en las manos, no con escobas.
La rutina del silencio
El trabajo comenzaba siempre igual: encendía una linterna pequeña, recorría los pasillos oscuros y abría las aulas una a una. El olor a tiza, a humedad y a papeles viejos era su compañía constante. No había música ni voces, solo el eco de sus propios pasos y, a veces, el golpe seco de una puerta que se cerraba sola por el viento.
Los primeros meses, el silencio le parecía un alivio: podía pensar, soñar, planificar. Pero con los años, ese silencio se convirtió en algo más inquietante, como si los muros de la universidad guardaran historias que preferían no ser contadas.
Más de una vez creyó escuchar risas apagadas en los anfiteatros vacíos o pasos ligeros subiendo las escaleras cuando él era el único presente. Se decía a sí mismo que era cansancio, que la mente juega trucos cuando el cuerpo pide descanso. Sin embargo, había noches en las que el miedo le recorría la espalda como un escalofrío helado.
La primera anomalía
Todo cambió una noche de invierno. Mientras limpiaba los baños del edificio central, el espejo empañado devolvió una imagen extraña: detrás de él, en el reflejo, una silueta oscura parecía observarlo. Se giró bruscamente, pero no había nadie.
—El cansancio, Ángel, el cansancio —se murmuró.
Pero al volver al espejo, el reflejo no coincidía con sus movimientos. La figura seguía inmóvil, como anclada en un tiempo distinto.
No habló de ello con nadie. ¿Quién le creería? A un conserje nocturno lo tacharían de loco antes de escucharlo. Pero a partir de esa noche, el trabajo dejó de ser solo sacrificio y esperanza: se convirtió también en una lucha constante contra una presencia que parecía acompañarlo en cada turno.
Los hijos, la esperanza
Mientras tanto, en casa, la vida seguía con su propio ritmo. Lucía, la mayor, fue la primera en entrar en la universidad. Después vinieron Carlos, Marcos, Isabel y finalmente Raúl, el menor. Cada carta de admisión que llegaba era celebrada como un milagro.
Ángel nunca les habló de las sombras, de los murmullos nocturnos ni de los espejos traicioneros. Para sus hijos, él era el ejemplo perfecto de constancia, un hombre que, a pesar del cansancio, mantenía la sonrisa y repetía siempre la misma frase:
—Lo limpio hoy para que vosotros tengáis un mañana más claro.
El visitante inesperado
Una madrugada de primavera, cuando los exámenes finales se acercaban y la universidad estaba desierta, Ángel escuchó algo distinto. No eran pasos ni risas, sino un susurro grave que parecía salir de las paredes mismas:
—No todo se paga con sudor…
Dejó caer la fregona. El eco de la voz resonó por los pasillos, mezclado con el zumbido de los fluorescentes. Caminó despacio hacia el origen del sonido, pero cada vez que doblaba una esquina, el susurro se movía, como si jugara con él.
—¿Quién anda ahí? —preguntó con voz quebrada.
La respuesta llegó en forma de risa, una risa seca, burlona, que se apagó de golpe.
Desde entonces, las noches se volvieron un juego de persecución. Sombras que se alargaban más de lo normal, puertas que se abrían solas, ventanas cerradas que de repente dejaban entrar aire gélido. Ángel siguió trabajando, porque el futuro de sus hijos valía más que cualquier miedo. Pero cada día le costaba más convencerse de que lo que vivía eran simples alucinaciones.
El día de la graduación
Los años pasaron y uno a uno, sus hijos lograron lo imposible: graduarse. Cada ceremonia era un triunfo silencioso, un recordatorio de que la limpieza de pasillos se transformaba en títulos universitarios.
El día que Raúl, el menor, recibió su diploma, algo inesperado ocurrió. La universidad lo llamó al escenario. Por primera vez en más de dos décadas, el conserje invisible fue aplaudido frente a cientos de personas.
Mientras subía los escalones hacia el estrado, Ángel sintió un frío familiar recorriéndole la espalda. Entre la multitud, juró ver una silueta oscura, idéntica a la de aquel espejo muchos años atrás. Nadie más pareció notarlo. Solo él.
Recibió el diploma entre lágrimas y sonrisas, pero dentro de sí sabía que la historia no terminaba allí. Había algo, o alguien, que lo había acompañado en cada noche de soledad.
El último turno
Semanas después, en su última jornada como conserje, volvió a recorrer los pasillos una vez más. Pero esa vez, no estaba solo. A cada paso, la sensación de ser observado se hacía insoportable.
—Ya terminaste tu parte —dijo la voz, clara, sin eco.
Ángel se detuvo. El carrito de limpieza chirrió al frenar. Frente a él, en medio del pasillo, una sombra con forma humana se alzó lentamente, como si emergiera del suelo mismo.
No corrió. No gritó. Solo apretó los puños y levantó la mirada. Durante veintitrés años había soportado noches interminables, cansancio y miedo. Lo había hecho todo por amor, y ahora no pensaba retroceder.
El silencio se volvió tan denso que parecía imposible respirar. La sombra avanzó un paso. Luego otro.
Y entonces, justo cuando el reloj marcó las tres en punto, las luces del pasillo se apagaron todas a la vez.
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