La Selva Lacandona, en el sureste mexicano, siempre ha ejercido un magnetismo particular sobre quienes la contemplan desde lejos. Sus árboles gigantescos, su humedad sofocante, sus ríos que parecen perderse en la eternidad, conforman un territorio que fascina y aterra a partes iguales. En los años ochenta, cuando el turismo buscaba cada vez más destinos exóticos y fuera de las rutas convencionales, la Lacandona era vista como el último reducto indómito de un México que aún conservaba secretos mayas ocultos bajo su vegetación. Allí, en 1984, comenzó una de las historias más perturbadoras de las últimas décadas: la desaparición de siete turistas europeos y norteamericanos que se adentraron en la jungla acompañados por un guía local y jamás regresaron. Solo él, un hombre lacandón de nombre Mateo, volvió. Su relato fue confuso, sus gestos más de miedo que de alivio, y sus palabras dejaron más dudas que certezas.
El grupo había llegado a Lacanjá Chansayab a mediados de julio, cargados de mochilas, cámaras fotográficas y cuadernos de notas. Eran jóvenes, entre los veintitrés y treinta y cinco años, deseosos de encontrar lo que no aparecía en los folletos turísticos. Buscaban la experiencia de lo desconocido. Querían huellas de ruinas escondidas, caminos olvidados, misterios que aún no habían sido documentados. Mateo, de unos cuarenta años, conocía los vericuetos de la selva. Había trabajado en expediciones arqueológicas y sabía ganarse la confianza de los visitantes con relatos de ríos ocultos y ciudades mayas cubiertas por la maleza. Les aseguró que podía llevarlos a un cañón poco explorado donde, según él, había piedras talladas y restos de antiguos templos. La promesa de lo inédito fue suficiente para convencerlos.
Testigos de la comunidad recuerdan haberlos visto partir temprano, sonrientes, con la ligereza de quien desconoce lo que le espera. Caminaban cantando, haciendo bromas, confiados en su juventud y en el entusiasmo que los unía. La selva los engulló tras pocos metros, como lo hace siempre, cerrándose detrás de quienes se adentran en ella. Nadie imaginaba que sería la última vez que estarían juntos y con vida.
Días después, solo el guía regresó. Apareció exhausto, con la ropa hecha jirones, cubierto de barro y con los ojos desorbitados. Decía frases inconexas: que la selva se los había tragado, que hubo gritos en la oscuridad, que una fuerza los había dispersado. Su testimonio era un mosaico de contradicciones. Aseguraba que habían caminado durante horas sin rumbo, que escuchaban voces que no pertenecían a nadie, que las linternas se apagaban sin razón. Los turistas, según él, comenzaron a alterarse, a discutir, a separarse unos de otros. Uno gritaba que veía sombras detrás de los árboles, otro aseguraba escuchar pasos siguiéndolos. Al final, todos corrieron en diferentes direcciones. Mateo dijo que no tuvo más remedio que huir también. Era, según su relato, el único que logró escapar con vida.
El escándalo fue inmediato. Las embajadas de los países de origen de los turistas presionaron a las autoridades mexicanas. El ejército, la policía y decenas de voluntarios iniciaron operativos de búsqueda que se extendieron durante semanas. Helicópteros sobrevolaban el espeso dosel verde sin encontrar una sola pista. Se usaron perros rastreadores, que pronto se desorientaban por el calor y la humedad. Ni un trozo de ropa, ni una mochila abandonada, ni siquiera las huellas de un campamento. La selva parecía haber borrado cualquier rastro de su existencia.
El guía fue interrogado una y otra vez. Sus versiones se contradecían entre sí. A veces hablaba de un accidente, de una barranca que se los había tragado a todos. En otras ocasiones, mencionaba luces extrañas entre los árboles, como antorchas que se apagaban de golpe. Y en más de una ocasión dijo con voz temblorosa: “No eran hombres… no eran animales”. La policía sospechó de él, algunos llegaron a acusarlo de haberlos conducido a una trampa, pero nunca se encontraron pruebas que lo inculparan directamente. Sin cuerpos, sin objetos, sin escenas del crimen, todo quedaba en el terreno del rumor.
Con el paso de los meses, la búsqueda se redujo hasta extinguirse. El expediente quedó archivado con la fría etiqueta de “desaparición por causas desconocidas”. Las familias, sin embargo, no abandonaron. Año tras año, algunos de ellos regresaban a la región, mostrando fotografías, ofreciendo recompensas, rogando a los lacandones que compartieran cualquier información. No obtuvieron nada. El tiempo convirtió el caso en una cicatriz, un recuerdo incómodo que pocos querían mencionar.
Pero en la selva los rumores no mueren. Habitantes de comunidades cercanas hablaban de un sitio maldito. Decían que en noches de tormenta se escuchaban gritos que no eran de animales. Otros aseguraban que en cierto cañón los pájaros guardaban silencio y los jaguares jamás se internaban. Era, para muchos, la selva reclamando lo que era suyo.
Pasaron veintiocho años hasta que el silencio se rompió. En 2012, un grupo de espeleólogos se adentró en un cañón recóndito, a varios días de marcha de la comunidad más próxima. Buscaban cuevas aún no cartografiadas. Allí, tras horas de descenso, tropezaron con una escena que parecía detenida en el tiempo: siete esqueletos humanos, dispersos en un espacio estrecho, con mochilas, botas y cámaras oxidadas a su alrededor. Había libretas empapadas, linternas corroídas y restos de utensilios que nadie había tocado en casi tres décadas. La disposición de los cuerpos sugería que no habían muerto juntos, sino que habían caído uno tras otro, como si el miedo los hubiera separado hasta el final.
Entre los objetos recuperados apareció un cuaderno. Las páginas, dañadas por la humedad, aún conservaban algunos trazos legibles. Una mano temblorosa había escrito: “Algo nos sigue. No son animales. Mateo dice que avancemos, pero no confío en él. Las linternas fallan. El aire se siente pesado. Si alguien encuentra esto, sepan que luchamos”. Más adelante, las frases se volvían frenéticas: “Las voces están dentro. No quiero cerrar los ojos. No dejes que me lleven”.
La noticia dio la vuelta al mundo. Forenses confirmaron que los restos correspondían a personas jóvenes, de origen extranjero, pero la causa de muerte fue imposible de determinar. No había marcas claras de violencia, ni pruebas de envenenamiento. El misterio permanecía intacto.
Las hipótesis resurgieron con fuerza. Para algunos, todo fue consecuencia de un accidente: desorientación, hambre, agotamiento y locura colectiva. Otros afirmaron que habían sido víctimas de un ataque, quizá de grupos armados que operaban en la selva en aquellos años, y que el guía había sobrevivido porque estaba implicado. Los más supersticiosos hablaban de fuerzas antiguas, de la selva como entidad viva que castiga a quienes intentan profanarla.
Las familias, finalmente, pudieron dar sepultura a los restos, aunque la ceremonia estuvo marcada por un aire de derrota. Habían obtenido huesos, pero no respuestas. La verdad, aquella verdad que habían esperado durante décadas, seguía escondida entre árboles milenarios.
Hoy, casi cuarenta años después de aquella expedición, la Selva Lacandona continúa guardando silencio. Quienes conocen la historia suelen narrarla como advertencia a los nuevos visitantes: no todo lo que se oculta en la selva debe ser buscado. Algunos guías, más supersticiosos, todavía aseguran que en ese cañón se siente un peso extraño, una presencia que obliga a salir antes de que caiga la noche.
Un periodista que visitó el lugar en 2013 escribió que, al caer el sol, el cañón parecía respirar. Dijo haber sentido pasos detrás de él, aunque estaba solo. Contó que las sombras se movían más rápido de lo que el ojo humano podía captar. Nunca volvió.
Lo cierto es que la Lacandona sigue intacta, imponente, ajena a la curiosidad humana. El misterio de 1984 no se ha resuelto y quizá nunca lo haga. Los siete turistas descansan ya lejos de la selva, pero el eco de sus gritos parece seguir atrapado entre sus árboles. Y cada vez que alguien se adentra demasiado, la historia vuelve a susurrar con fuerza: aquí la selva da… y la selva cobra.
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