Có thể là hình ảnh về 4 người, mọi người đang cười và mọi người đang leo núi

El cielo se teñía de rojo aquella tarde de julio cuando Laura y su padre, Daniel, ajustaron por última vez sus arneses y sonrieron para la cámara. Era una promesa cumplida, un viaje soñado durante años, un rito de unión entre ellos. Laura, de veintidós años, llevaba el cabello trenzado y un brillo en los ojos que hablaba de nervios y emoción. Daniel parecía más sereno, aunque su sonrisa ocultaba la tensión de quien sabe que la montaña no perdona. Con el equipo cargado y las cuerdas perfectamente ordenadas, comenzaron el ascenso por la cara norte del Monte Hooker, una pared de granito que se levanta casi vertical contra el cielo. Nadie los volvería a ver.

La alarma se encendió dos días después, cuando dejaron de responder las llamadas por radio. En las primeras horas, el silencio fue interpretado como un simple fallo de comunicación, pero al caer la noche, el equipo de rescate se movilizó. Helicópteros sobrevolaron la montaña con reflectores, grupos de búsqueda revisaron cada grieta, y hasta los perros entrenados fueron llevados en aeronaves hasta los puntos de acceso. Lo único que encontraron fue un tramo de cuerda cortada, colgando como un hilo en la nada, y un mosquetón incrustado en la roca. Parecía demasiado limpio, demasiado preciso, como si alguien hubiera decidido desconectarse deliberadamente. La familia se aferró a la esperanza durante semanas, pero el verano terminó, la nieve cubrió el Hooker y la investigación fue cerrada. “Accidente de montaña”, dictaminaron los reportes oficiales, y con esas tres palabras el caso quedó archivado.

Pero el dolor no se archivó. La madre de Laura dejó la habitación intacta, con las botas aún manchadas de polvo y la mochila colgada en el mismo lugar donde su hija la dejó aquella mañana. Cada aniversario de la desaparición, un pequeño grupo de amigos dejaba flores al pie de la montaña, como si en aquel gesto se escondiera la promesa de que algún día la montaña devolvería lo que se había llevado.

Ese día llegó once años después. Fue a finales de junio, en pleno verano, cuando un equipo de escaladores profesionales trazaba una nueva ruta en la pared norte. El viento estaba calmo, el cielo despejado. Uno de ellos divisó algo que parecía un destello metálico en la lejanía, como un objeto que el sol había revelado por accidente. Se acercaron. Lo que hallaron allí cambió el silencio en un escalofrío colectivo: un campamento intacto colgando de la roca, suspendido como una cápsula del tiempo a cientos de metros del suelo. Las cuerdas, aunque desgastadas por el clima, aún sujetaban la plataforma. Dentro, las bolsas de equipo, un termo volcado, una taza con marcas de óxido, todo en su sitio, como si sus dueños hubieran planeado regresar en cualquier momento. Pero lo que hizo que el aire se volviera irrespirable fue el saco de dormir. Dentro, un esqueleto humano perfectamente acomodado, con las manos recogidas sobre el pecho, como si la persona simplemente se hubiera acostado a dormir y nunca hubiera despertado.

El equipo llamó de inmediato a las autoridades, quienes desplegaron un operativo para recuperar la escena. Las imágenes filtradas mostraban algo aún más perturbador: un diario empapado por la humedad, pero en parte legible. Las primeras páginas eran notas técnicas sobre el ascenso, registros de clima y planes de ruta. Las últimas líneas, sin embargo, parecían escritas a toda prisa, con letra temblorosa: “Las cuerdas están enredadas. Algo se mueve en la oscuridad. Papá dice que es el viento, pero yo escucho pasos.” No había más. Las últimas hojas estaban arrancadas o destruidas por el moho.

La noticia corrió como pólvora. Vecinos, periodistas y curiosos se reunieron al pie del Hooker, algunos con velas, otros con cámaras. Las autoridades guardaron silencio, lo que no hizo sino alimentar teorías. Algunos decían que el cuerpo era de Laura, otros que pertenecía a Daniel. Otros, más inquietantes, aseguraban que ninguna de las descripciones forenses coincidía plenamente con las fichas médicas de los desaparecidos. Y entonces comenzó el murmullo: si el cuerpo en el saco era uno de ellos… ¿dónde estaba el otro?

La recuperación del campamento se prolongó por días debido a una tormenta repentina que obligó a suspender las labores. Varios rescatistas reportaron haber escuchado gritos, o algo que sonaba como gritos, entre el ulular del viento. Uno de ellos aseguró haber visto una silueta moverse más arriba, justo antes de que la niebla cubriera la pared. Nadie quiso confirmarlo de manera oficial, pero la tensión en el campamento base se podía cortar con un cuchillo.

Mientras tanto, la madre de Laura llegó al lugar y permaneció en silencio frente a la montaña durante horas, sosteniendo una carta sellada. No habló con la prensa. No lloró. Solo dejó la carta en una pequeña cavidad de roca y se alejó sin mirar atrás. Nadie sabe lo que decía.

El gobierno prometió publicar un informe completo en las próximas semanas, pero los que han visto de cerca las pruebas aseguran que no se parece a ningún accidente común. Los cortes en la cuerda encontrados en el campamento no son regulares, parecen hechos en momentos distintos, algunos con cuchillo, otros arrancados a la fuerza. Además, había marcas de uñas en la lona de la plataforma, como si alguien hubiera intentado aferrarse desesperadamente para no ser arrastrado.

Los escaladores que regresaron días después dicen que el lugar ya no se siente igual. “El Hooker está… distinto”, murmuró uno de ellos. “Es como si la montaña recordara lo que pasó aquella noche.” Los locales afirman que, desde el hallazgo, las noches son más inquietantes: el viento parece traer murmullos, y en las madrugadas sin luna, algunos aseguran ver una luz tenue moviéndose por la pared, justo donde el campamento fue encontrado.

Nadie sabe si algún día se resolverá el enigma, si la montaña devolverá la última pieza de este rompecabezas. Por ahora, lo único que queda es un saco de dormir vacío, un diario que se interrumpe en el momento más oscuro y una cornisa que parece observar en silencio a quienes se atreven a escalarla. Y cada vez que alguien pasa por ahí, jura escuchar algo. Un susurro, un golpe de cuerda, el sonido de pasos.