
I. El silencio de una casa maldita
En el corazón del Bajo Aragón, a las afueras de un pequeño pueblo que prefiere mantenerse en el anonimato, se alza todavía hoy la Casa Armoa, una construcción de finales del siglo XIX que ha sido durante décadas objeto de rumores, leyendas y advertencias.
La fachada, de piedra ennegrecida por el tiempo, permanece medio derruida, y sin embargo conserva algo inquietante: las ventanas ciegas, siempre cubiertas, como si dentro hubiese todavía alguien que no quiere ser visto.
Durante años, nadie quiso entrar. Los vecinos hablaban de ruidos nocturnos, de luces que se filtraban por las rendijas del suelo y de una sombra femenina que caminaba por los pasillos vacíos. En un pueblo donde la superstición se mezcla con la memoria, la Casa Armoa se convirtió en un lugar prohibido.
Pero la historia cambió en el verano de 1998, cuando un equipo de arqueólogos de la Universidad de Zaragoza recibió autorización para inspeccionar el terreno. Oficialmente, buscaban documentos y objetos relacionados con la vida rural aragonesa del siglo XIX. En realidad, según testimonios recogidos por este diario, lo que querían era confirmar una serie de rumores que circulaban desde hacía décadas: que bajo aquella casa se ocultaba una cripta clandestina.
II. El inicio de la excavación
El 14 de julio de 1998, a las ocho de la mañana, el equipo encabezado por el doctor Martín Sáez, arqueólogo especializado en patrimonio olvidado, entró en la casa acompañado por cuatro ayudantes. El ambiente era sofocante. Afuera, el verano ardía con más de 38 grados; dentro, sin embargo, el aire estaba helado.
—Es solo la humedad acumulada —explicó Sáez, intentando ocultar la incomodidad.
El grupo instaló sus equipos: linternas, cámaras, cuadernos de notas. Al principio todo parecía normal: paredes carcomidas, muebles cubiertos de polvo, restos de una vida abandonada. Pero lo extraño apareció en cuanto comenzaron a levantar las primeras tablas del suelo del salón principal.
Debajo de la madera podrida había un vacío. No era el hueco habitual de una bodega. Era algo más profundo, como si la casa hubiera sido construida sobre un espacio secreto.
—Aquí hay algo —dijo uno de los ayudantes, golpeando con la pala. El sonido hueco retumbó como un tambor en la oscuridad.
III. El primer descenso
Con cuidado, ampliaron la apertura. La madera cedió y apareció un boquete negro. Un olor insoportable, mezcla de humedad y descomposición, escapó del agujero. Uno de los arqueólogos vomitó de inmediato.
Sáez encendió su linterna y la dirigió hacia abajo. Lo que iluminó fue tan perturbador que, durante años, ninguno de ellos se atrevió a contarlo en público.
Había huesos. Decenas de esqueletos humanos apilados en posiciones extrañas, como si hubieran muerto arañando la madera en un intento desesperado por escapar. Sus manos huesudas aún quedaban clavadas en los restos podridos del suelo.
—Dios mío… —susurró alguien.
El silencio posterior fue absoluto. Afuera, el pueblo seguía su ritmo: niños en las bicicletas, ancianos bajo la sombra, mujeres regando los geranios. Dentro, el grupo de arqueólogos acababa de abrir la puerta a un horror enterrado durante más de cien años.
IV. El misterio de los esqueletos
En los días siguientes, el hallazgo fue tratado con secretismo. Oficialmente, el informe mencionaba “restos óseos probablemente vinculados a la Guerra de la Independencia o a disturbios rurales”. Pero los que estuvieron allí saben que no era cierto.
Los esqueletos no parecían soldados ni campesinos. No había uniformes, ni armas, ni señales de un enfrentamiento. Lo que sí había eran cadenas oxidadas sujetando algunos huesos a las paredes de piedra, como si hubieran sido prisioneros.
Lo más perturbador fue descubrir que varios cráneos presentaban fracturas simétricas, círculos perfectamente marcados, como si alguien hubiera perforado sus cabezas con un propósito.
El doctor Sáez escribió en su diario personal, al que este periódico tuvo acceso:
“No eran simples muertos. Eran víctimas de algo que no comprendo. Los huesos parecen gritar todavía. Y siento, cada vez que bajamos al sótano, que alguien nos observa desde la oscuridad.”
V. Voces en la oscuridad
La tensión aumentó la tercera noche. Dos de los ayudantes decidieron acampar dentro de la casa para vigilar el material. A medianoche, según declararon más tarde, escucharon un ruido que venía del subsuelo: golpes, arrastres, como pasos húmedos.
Al iluminar el agujero, juraron ver un movimiento entre los esqueletos. No pudieron describirlo bien, solo dijeron que “algo reptaba despacio, como si quisiera salir”.
Uno de ellos, en estado de shock, repitió durante horas la misma frase:
—Nos llamó por nuestros nombres… Nos llamó por nuestros nombres…
El grupo abandonó la casa al amanecer, negándose a regresar. Sáez tuvo que contratar a otros voluntarios, aunque cada vez era más difícil encontrar gente dispuesta.
VI. El hallazgo final
El 22 de julio lograron abrir un pasadizo detrás del sótano principal. El túnel conducía a una sala estrecha, excavada en roca viva. Allí hallaron restos de objetos rituales: símbolos grabados en las paredes, restos de velas, un libro deteriorado por la humedad.
El libro, escrito en castellano antiguo, contenía oraciones y símbolos extraños, mezclando invocaciones cristianas con fórmulas incomprensibles. La última página estaba manchada con algo que parecía sangre seca.
Fue en ese lugar donde uno de los arqueólogos —cuyo nombre no se ha revelado por petición de la familia— perdió el conocimiento tras escuchar lo que describió como un “coro de lamentos”. Cuando despertó, horas después, no recordaba nada salvo un detalle:
“Alguien me susurró que no debía abrir la puerta que aún quedaba cerrada.”
VII. El silencio oficial
El proyecto se suspendió de inmediato. La universidad declaró que los restos habían sido trasladados a un laboratorio para su estudio, pero nunca más se supo de ellos.
La Casa Armoa quedó tapiada, y desde entonces el acceso está prohibido. Los vecinos aseguran que, en las noches de verano, se escuchan golpes bajo la tierra. Otros dicen que han visto luces en las ventanas, aunque nadie vive allí desde hace más de medio siglo.
El doctor Sáez se retiró poco después, convertido en una sombra de sí mismo. Murió en 2006, sin dar nunca una declaración oficial sobre lo que vio. En su tumba, alguien colocó un papel arrugado con una frase escrita a mano:
“No era un sótano. Era una cárcel. Y lo que estaba encerrado… sigue allí.”
VIII. Epílogo abierto
Hoy, más de veinte años después, los rumores vuelven a circular. Algunos investigadores independientes han intentado entrar, pero todos han desistido tras escuchar lo mismo: un sonido rítmico, como uñas rascando madera, que viene desde el subsuelo.
La historia de la Casa Armoa sigue sin respuesta. ¿Quiénes eran los esqueletos? ¿Qué rituales se practicaban allí? ¿Qué fue lo que los arqueólogos decidieron callar?
Quizá nunca lo sepamos. O quizá, algún día, alguien se atreva a levantar de nuevo aquellas tablas podridas… y descubrir lo que realmente aguarda en la oscuridad.
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