Có thể là hình ảnh về văn bản cho biết '1890's Mine dug open! The Rarest Artifact We Have Ever Found!'

En el corazón de Asturias, donde las montañas se levantan como cicatrices de piedra que el tiempo no ha logrado borrar, existe una mina olvidada desde finales del siglo XIX. Los ancianos del lugar solían hablar de ella en voz baja, como si pronunciar su nombre atrajera un mal inevitable. Decían que los mineros entraban y no siempre volvían. Decían que las galerías estaban malditas, que el hambre y la ambición de aquel tiempo habían dejado algo más que túneles: habían dejado una herida abierta que nunca cicatrizó.

Durante décadas, nadie se atrevió a bajar. Los registros oficiales hablaban de un derrumbe en 1893, de decenas de muertos cuyos cuerpos jamás fueron recuperados. La compañía minera cerró, los ingenieros abandonaron los planos y el pueblo, resignado, se hundió en la miseria. Las viudas sobrevivieron limpiando casas, los huérfanos se marcharon a la ciudad o al extranjero, y la montaña quedó en silencio, guardando en su interior secretos de tierra y sombra.

Más de un siglo después, un grupo de exploradores decidió romper ese silencio. No eran buscadores de oro ni arqueólogos de prestigio. Eran hombres y mujeres movidos por una mezcla de curiosidad y necesidad de encontrar algo que diera sentido a su vida. El líder, Manuel Ríos, era un periodista de investigación venido a menos. Había escrito sobre corrupción, sobre fábricas cerradas, sobre los barrios olvidados de Gijón, pero su carrera se había apagado. Cuando escuchó en una taberna la historia de la mina abandonada y de un vagón detenido en mitad de un túnel, sintió un escalofrío que le devolvió el pulso perdido de la juventud.

Una tarde fría de otoño, armados con linternas, cascos y cámaras, entraron en la mina. El aire olía a humedad rancia y a óxido. Las paredes rezumaban agua, como si la montaña llorara. El suelo estaba cubierto de piedras sueltas que crujían bajo sus botas. Cada paso era un recordatorio de que caminaban sobre un terreno que había devorado a decenas de hombres hacía más de cien años.

Avanzaron con cautela hasta que la luz de sus linternas iluminó algo imposible: un vagón de madera y hierro, corroído pero aún en pie, detenido en mitad del túnel. Sus tablas estaban podridas, pero la forma se mantenía, como si alguien lo hubiera dejado allí ayer mismo. Manuel contuvo la respiración. No era un simple vagón. En su interior, semienterrado entre restos de madera rota, se distinguía un objeto extraño. No parecía herramienta, ni lámpara, ni casco. Brillaba débilmente, a pesar de la oscuridad.

Ninguno habló durante un largo minuto. Solo se escuchaba el goteo constante del agua y el eco de su propia respiración. Entonces, una de las exploradoras, Clara, se inclinó hacia el vagón y pasó la mano por encima del objeto sin llegar a tocarlo. “Esto no es del siglo XIX”, murmuró. Sus palabras resonaron en el túnel como un trueno.

El objeto, envuelto en barro seco, tenía formas que no correspondían a la época. Líneas demasiado precisas, inscripciones que parecían símbolos desconocidos. Manuel sintió que la piel se le erizaba. La historia estaba ahí, bajo sus ojos, lista para ser contada. Sacó su libreta, escribió apresurado, pero algo lo interrumpió. Un ruido, leve, apenas perceptible, pero real: el sonido de pasos.

Giraron todos al mismo tiempo. El túnel estaba vacío. La entrada quedaba lejos, y no había otra salida. Sin embargo, el eco de aquellas pisadas se prolongó unos segundos, como si alguien más caminara con ellos en la oscuridad.

—¿Han oído eso? —preguntó Clara con voz temblorosa.
—El eco —respondió uno de los exploradores, intentando convencerse.
Pero Manuel sabía que no era eco. Había recorrido muchas minas y túneles en su carrera, y ese sonido era distinto: era más pesado, más cercano.

Decidieron seguir grabando, acercándose con cautela al vagón. Manuel extendió la mano y, sin poder resistir la tentación, tocó el objeto. El frío lo atravesó como un cuchillo. Por un instante, creyó escuchar voces. Murmullos lejanos, como rezos mezclados con gritos. Retiró la mano de inmediato, pero el murmullo persistió.

Los demás lo miraban sin entender. Solo él parecía escuchar aquel coro espectral. Y en medio de las voces, una frase clara, dicha con una cadencia seca, casi orden militar:
“No lo saques de aquí.”

El periodista tragó saliva. No contó nada a los demás, pero supo que la mina no era un lugar vacío. Había memoria allí, había algo que se resistía a ser desenterrado.

Decidieron registrar todo en video. Mientras Clara filmaba el vagón, Manuel tomó notas y los demás iluminaban la escena, un viento helado recorrió el túnel, apagando dos linternas de golpe. El miedo se instaló en los cuerpos. Nadie habló, pero todos comprendieron que no estaban solos.

De repente, un golpe seco resonó desde el fondo del túnel. Como si una piedra hubiera caído… o alguien la hubiera lanzado. El grupo se miró, paralizado. Manuel, contra todo instinto, avanzó hacia la oscuridad. Con cada paso, el aire se volvía más pesado, como si respirara tierra. El murmullo regresó, más intenso: voces de hombres tosiendo, picos golpeando roca, gritos de dolor. Y entre todo aquello, de nuevo, la frase:
“Déjalo.”

Manuel retrocedió, sudor frío en la frente. Decidieron salir, pero al girarse descubrieron que el vagón ya no estaba igual. El objeto brillaba más fuerte, como si latiera. Y las maderas que lo cubrían parecían menos podridas, como si algo estuviera regenerándose ante sus ojos.

Clara gritó y dejó caer la cámara. Al recogerla, Manuel vio en la pantalla algo imposible: detrás de ellos, en el túnel, había siluetas. Hombres con cascos antiguos, cubiertos de polvo, observándolos en silencio. Cuando giraron, no había nadie. Pero la cámara lo mostraba con claridad.

El pánico se apoderó del grupo. Corrieron hacia la salida, pero cada paso parecía más lento, como si el túnel se alargara. Las voces ya no eran murmullos: eran gritos. Y entre esos gritos, Manuel reconoció palabras en asturiano antiguo, ruegos de hombres que pedían agua, aire, justicia.

Al fin, vislumbraron la salida. El aire fresco de la montaña les devolvió el aliento. Se dejaron caer sobre la hierba húmeda, temblando. El vagón y el objeto habían quedado atrás, en la oscuridad. Nadie habló durante varios minutos.

Esa noche, Manuel escribió su crónica, pero al leerla se dio cuenta de algo inquietante: había frases que él no recordaba haber escrito. Entre sus notas, repetida varias veces, aparecía la misma advertencia:
“No lo saques de aquí.”

El periodista sabía que había encontrado la historia de su vida. Pero también entendía que, si la publicaba, desataría algo que llevaba más de un siglo enterrado. Lo que habían visto en esa mina no era solo un artefacto: era una memoria viva, un secreto que aún respiraba bajo las piedras.

Y mientras dudaba entre enviar el artículo o destruirlo, escuchó en su casa, a medianoche, el mismo sonido de pasos que había oído en el túnel.