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La vieja mansión de los Esteban, en las afueras de Madrid, se erguía solemne bajo un cielo plomizo de finales de otoño. Desde la carretera apenas se distinguía la fachada ennegrecida por la humedad, los balcones de hierro forjado corroídos por el tiempo y las ventanas cubiertas por gruesas cortinas que parecían querer esconder más de lo que dejaban ver. Aquella noche, los pasillos resonaban con pasos apresurados, ecos metálicos que se confundían con el crujir de la madera centenaria.

En la habitación principal, Don Esteban —magnate inmobiliario, figura temida y admirada a partes iguales— yacía inmóvil en una cama de madera tallada con símbolos heráldicos. Su respiración era lenta, pesada, como si cada aliento le costara una batalla. A su alrededor, sus hijos aguardaban: Alejandro, el primogénito de semblante severo; Marcos, el segundo, ambicioso y calculador; Daniel, el menor de los varones, acompañado de su prometida Lucía, una mujer de ojos brillantes y sonrisa enigmática; e Isabella, la benjamina, que apretaba la mano de su padre con lágrimas en los ojos.

El ambiente estaba impregnado de incienso y de un silencio incómodo. Nadie se atrevía a hablar demasiado alto. Todos sabían que el patriarca estaba al borde de la muerte, y con él pendía de un hilo un imperio de propiedades, cuentas en el extranjero y secretos nunca revelados. Nadie lo confesaba en voz alta, pero todos pensaban en lo mismo: la herencia.

El tercer día de aquella vigilia, la tensión se hizo insoportable. Un abogado de la familia llegó con un sobre lacrado: contenía el testamento más reciente de Don Esteban. Su lectura se pospondría hasta después del funeral, según dictaban las instrucciones. Aquel anuncio cayó como un jarro de agua fría. La mirada de Alejandro se endureció; Marcos frunció el ceño; Daniel bajó los ojos, mientras Lucía clavaba los suyos en el pesado cofre de hierro que descansaba en un rincón. Isabella lloró más fuerte, pero en su rostro asomaba algo distinto: la sospecha.

Esa misma noche, los tres hermanos varones se reunieron en secreto en el despacho del padre. Alejandro rompió el hielo con voz grave:

—Si papá muere, necesitamos saber qué dice ese testamento. No pienso pasarme la vida esperando migajas.

Marcos, siempre directo, replicó:

—He oído que mantiene cuentas ocultas en Suiza. Cifras millonarias, mucho más que lo declarado. Si esas cuentas van a parar a Isabella… o a alguien más, estamos acabados.

Daniel no dijo palabra. Lucía, a su lado, apretó su mano bajo la mesa. Sus ojos parecían chispear con una idea que aún no se atrevía a pronunciar.

De pronto, un ruido detrás de la puerta los sobresaltó. Al abrirla, apareció Isabella, con los ojos hinchados pero la voz firme:

—¿De verdad creéis que soy ingenua? Sé que solo esperáis que padre muera para repartiros lo suyo. Pero no os lo voy a permitir. Voy a descubrir la verdad sobre ese testamento.

Al día siguiente, la tragedia golpeó con fuerza. El abogado apareció muerto en el garaje de su casa: su coche explotó en llamas. La policía habló de una fuga de gasolina, un simple accidente. Pero Alejandro lo supo de inmediato: aquello era un asesinato. Al mismo tiempo, el testamento original guardado en la oficina del abogado desapareció entre las cenizas.

Don Esteban, desde su lecho, escuchó la noticia. Abrió los ojos apenas un segundo. Nadie lo vio salvo Isabella, que estaba a su lado. El viejo murmuró con un hilo de voz:

—Todo era una prueba… pero ahora temo haber ido demasiado lejos. No confíes en nadie, hija. Ni siquiera en tus hermanos.

Esa misma noche, durante una tormenta que sacudía Madrid, Don Esteban desapareció. La ventana de su habitación estaba abierta, la cama manchada de sangre. Los criados aseguraban haber visto a Marcos rondando por allí, y en su maleta encontraron copias manchadas del testamento con huellas del patriarca.

La mansión se convirtió en escenario de un drama policial. Los hijos se acusaban unos a otros, mientras los medios titulaban: “El magnate Esteban, desaparecido en circunstancias misteriosas”. Las especulaciones se multiplicaban: ¿lo habían asesinado? ¿Se había fugado con su fortuna?

Lo que nadie sabía es que Don Esteban seguía vivo. Malherido, había huido hasta un monasterio en Segovia, donde un anciano monje le dio refugio. Allí, entre paredes de piedra, observaba desde lejos cómo su familia se desangraba por la codicia. “El fuego ya se ha encendido —susurró para sí mismo— y yo mismo encendí la mecha”.

Mientras tanto, en la mansión, las tensiones alcanzaron un punto de no retorno. Alejandro apareció muerto en la biblioteca, un vaso de vino envenenado a su lado. Marcos juró no tener nada que ver, pero las pruebas apuntaban contra él. Isabella sospechaba de Daniel y Lucía, cuya actitud era cada vez más fría y calculadora.

El miedo se instaló en la casa como un huésped más. Las cenas eran silenciosas, las puertas se cerraban con cerrojos dobles, y cada paso resonaba con el eco de la desconfianza. Nadie sabía quién sería el próximo.

Años después, un manuscrito encontrado en aquel monasterio revelaba las últimas palabras de Don Esteban:

“La verdadera herencia nunca estuvo en los bancos ni en las tierras. Estuvo en el amor que un día los unió… y que ellos mismos destruyeron.”

Pero ya era tarde. Los hijos no supieron interpretar la lección. El apellido Esteban quedó marcado por la traición, la sangre y el misterio de un patriarca que, hasta en su desaparición, continuó dictando el destino de los suyos.