Era la madrugada del 14 de septiembre de 1996 y Las Vegas vibraba como siempre, con sus luces eternas y su ritmo que nunca se detiene. En una mansión situada a pocos kilómetros del Strip, una fiesta de magnitud casi cinematográfica se extendía hasta altas horas: orquesta en vivo, croupiers privados, botellas de champán descorchadas en cascada, celebridades mezcladas con políticos y magnates. El anfitrión, Richard “Rick” Callahan, uno de los nombres más poderosos en la industria de los casinos, celebraba su cumpleaños número 60 rodeado de un círculo cerrado de influencias y secretos. Entre los invitados estaba su hijo menor, Adrian Callahan, de veinticinco años, heredero de un imperio de juego, hoteles y propiedades.

Adrian era el centro de atención por motivos que iban más allá de su apellido: guapo, carismático, de sonrisa fácil y un magnetismo que atraía tanto a inversionistas como a aventureros. Esa noche se le vio conversando con un grupo variopinto: un senador estatal, una actriz de Hollywood en decadencia, un empresario asiático con fama de moverse en las sombras y, según testigos, un par de rostros desconocidos para el resto. A las tres y veinte de la mañana, Adrian se excusó, diciendo que necesitaba “tomar aire” en la terraza. Nadie volvió a verlo.

La desaparición fue inmediata noticia nacional. La policía de Las Vegas montó un operativo que incluyó interrogatorios a todos los presentes, rastreos con perros y revisiones de las cámaras de seguridad de la mansión. El resultado fue frustrante: las grabaciones presentaban “fallos técnicos” justo en el intervalo en el que Adrian habría salido. El personal juraba no haber visto nada. Algunos decían que el joven había discutido con su padre minutos antes; otros, que había recibido una llamada y salido de prisa.

Pasaron semanas sin avances. Rick Callahan contrató a exagentes federales y detectives privados, gastando millones en una investigación paralela. Nada. La pista más cercana fue un coche alquilado encontrado abandonado en las afueras, sin huellas útiles y con el asiento del conductor empapado de un líquido químico no identificado. El caso se enfrió, y la prensa, tras un año de especulaciones, lo enterró entre las leyendas urbanas de la ciudad.

Durante once años, el silencio fue casi absoluto. Rick Callahan envejeció a ojos vista, y su salud comenzó a deteriorarse. En los corrillos de la alta sociedad de Nevada, el tema se volvió tabú. Sólo la madre de Adrian, ya separada de Rick, mantenía encendidas velas cada aniversario, convencida de que su hijo no estaba muerto, sino retenido por razones que escapaban a la comprensión común.

El giro llegó en la mañana del 18 de marzo de 2007. En el viejo hotel-casino Golden Serpent, uno de esos lugares que vivió su gloria en los ochenta y que ahora languidecía entre turistas despistados y jugadores empedernidos, un miembro del personal de limpieza fue asignado a despejar una suite clausurada desde hacía años. La tarea parecía rutinaria: quitar polvo, mover muebles viejos, clasificar objetos para desecho.

Cuando intentó arrastrar un armario pesado de madera maciza, notó que estaba ligeramente separado de la pared. Tras un esfuerzo considerable, logró desplazarlo unos centímetros… y algo cayó al suelo con un golpe seco: una pequeña caja metálica, del tamaño de un libro grueso, cubierta de polvo y óxido. No tenía cerradura visible, sólo un mecanismo de presión que cedió tras un par de intentos.

Dentro había una cinta de video miniDV, un reloj de pulsera de alta gama con las iniciales “A.C.” grabadas en la parte posterior, una llave dorada sin inscripciones y un fajo de fotografías polaroid. Las imágenes eran inquietantes: mostraban a Adrian Callahan, aparentemente en la misma suite, conversando con personas cuya identidad no estaba clara. En algunas, se veía de fondo una maleta abierta con fajos de billetes; en otras, lo que parecía un documento oficial con sellos extranjeros.

El empleado, sin comprender del todo la importancia de lo que había encontrado, llevó la caja a su supervisor, quien, tras verla, contactó discretamente con un periodista local conocido por sus investigaciones sobre corrupción en Nevada. En menos de 48 horas, el hallazgo estaba en manos de un reducido grupo de personas que comprendían que lo que tenían entre manos podía sacudir cimientos.

La cinta de video, digitalizada con cautela, mostraba una reunión grabada con cámara oculta. Adrian estaba sentado junto a un hombre de unos sesenta años, cabello canoso y traje impecable. Frente a ellos, dos individuos conversaban en un idioma asiático mientras señalaban unos planos arquitectónicos. Aunque el audio era deficiente, se podía distinguir a Adrian diciendo: “Esto no puede salir de aquí, mi padre no lo aprobaría…”. Minutos después, uno de los hombres se levantaba, salía de cuadro y, al regresar, cerraba la puerta con llave. La grabación se interrumpía abruptamente.

El reloj de pulsera fue identificado por la madre de Adrian como un regalo suyo en su graduación universitaria. La llave, tras investigación, correspondía a una caja de seguridad en un banco suizo que había sido cerrada en 1997. No se logró acceder a su contenido: el banco alegaba que el titular nunca reclamó y que los plazos legales habían expirado.

A medida que el periodista y un pequeño equipo avanzaban, emergía un entramado que involucraba transferencias millonarias, compra de voluntades políticas y concesiones de terrenos para la construcción de nuevos complejos de juego en Asia. El empresario que aparecía junto a Adrian en la cinta resultó ser vinculado a una red de lavado de dinero investigada por el FBI en 1998, aunque nunca se le procesó formalmente.

Rick Callahan, al ser confrontado discretamente con la existencia de la caja, negó todo conocimiento y calificó el material como “fabricaciones sin valor”. Días después, uno de los investigadores independientes recibió amenazas anónimas. El periodista que lideraba la investigación encontró su coche forzado y su apartamento revuelto, aunque nada parecía robado.

El objeto, aparentemente inofensivo, se convirtió en una pieza central para reconstruir las últimas horas conocidas de Adrian. La hipótesis más fuerte sugería que el joven descubrió o participó en negociaciones ilegales que, de salir a la luz, habrían arruinado no sólo a su padre, sino a toda una red de intereses empresariales y políticos. La fiesta de septiembre del 96 pudo ser la oportunidad para silenciarlo de forma definitiva, utilizando a personas externas para no dejar huellas directas.

Lo más inquietante era que varias caras de las polaroids coincidían con individuos que, en 2007, todavía ocupaban cargos relevantes en Nevada y California. Algunos, incluso, habían ascendido a puestos federales. Al intentar obtener comentarios, las respuestas iban desde un seco “sin declaraciones” hasta reacciones airadas por “difamación”.

La madre de Adrian, al recibir copias del material, rompió en llanto. “Yo sabía que no se había ido por voluntad propia. Alguien se lo llevó… y todos estos años lo han ocultado”, dijo ante la grabadora, con una voz en la que se mezclaban rabia y alivio.

La investigación periodística, sin embargo, tropezó con un muro. La policía reabrió el caso brevemente, pero lo cerró al no poder autenticar de manera oficial las fechas y circunstancias de la grabación. El hotel Golden Serpent cambió de propietario poco después, y la suite donde se halló la caja fue remodelada por completo.

Hoy, casi tres décadas después de aquella fiesta, el paradero final de Adrian Callahan sigue siendo un misterio. Pero la caja encontrada en 2007 dejó al descubierto algo que, aunque no resuelve el caso, lo redefine: la desaparición no fue un simple capricho del azar en una ciudad peligrosa. Fue parte de una maniobra más grande, donde el dinero, la influencia y el miedo se entrelazaron para borrar a un hombre de la faz de la tierra.

El periodista que conservó copias de todo el material asegura que, por seguridad, lo ha depositado en varios lugares dentro y fuera del país. “No es sólo la historia de Adrian. Es la historia de cómo funciona el poder aquí. Y eso es lo que realmente quieren enterrar”, afirma.

En Las Vegas, la ciudad que vive de las luces y las apariencias, hay habitaciones cerradas y secretos que laten detrás de cada cortina pesada. Y en algún lugar, quizá todavía exista alguien que recuerda lo que pasó aquella madrugada de 1996… pero el precio de hablar sigue siendo demasiado alto.