
El verano del 2005 parecía uno de esos veranos destinados a ser recordados con alegría. Laura y Daniel, una pareja joven con sueños de viajar por el mundo, habían elegido el cañón Cold Spring como escenario de una escapada romántica y aventurera. Sus amigos los describían como inseparables, llenos de energía y de planes. Aquella mañana soleada publicaron una fotografía sonriente, con mochilas al hombro y la promesa de “conquistar la montaña”. Nadie imaginó que esa sería la última vez que se les vería con vida.
Al caer la noche, cuando no regresaron, sus familias dieron la voz de alarma. Equipos de rescate, helicópteros, perros rastreadores y decenas de voluntarios recorrieron los senderos. El cañón fue revisado piedra por piedra, pero no había rastro. Las huellas se detenían de repente, como borradas por una mano invisible. Durante semanas la búsqueda se mantuvo viva, hasta que poco a poco la esperanza se fue apagando. El caso terminó archivado como “desaparición sin resolver” y la montaña siguió guardando su silencio.
Diecisiete años después, en el otoño del 2022, un excursionista experimentado llamado Marcos decidió explorar un sector oculto del cañón. Era un día nublado y el aire húmedo parecía más pesado de lo normal. Entre la maleza encontró una grieta estrecha, apenas perceptible. La curiosidad pudo más que el miedo, y con una linterna en mano se arrastró hacia adentro. Lo que vio le heló la sangre: en el fondo, encogidos en posición fetal, yacían dos esqueletos vestidos aún con ropa de montaña deshecha por el tiempo. Uno de ellos conservaba un gorro de lana descolorido, el otro una mochila rota.
El hallazgo fue notificado de inmediato a las autoridades. Forenses y equipos especializados descendieron a la grieta y confirmaron lo que todos temían: los restos pertenecían a Laura y Daniel. La noticia sacudió a la comunidad como una herida abierta después de tantos años. Las familias, aunque devastadas, pudieron al fin tener un lugar donde llorarlos. Sin embargo, los detalles hallados en la escena despertaron nuevas preguntas.
Los cuerpos no parecían víctimas de una caída accidental. Estaban dispuestos de manera extraña, como si alguien los hubiera depositado allí. La ropa de Laura presentaba rasgaduras lineales, difíciles de atribuir solo al roce con rocas. Y la mochila, aunque contenía objetos personales como un cuaderno y envoltorios de comida, carecía de cámaras y teléfonos, como si hubieran sido retirados deliberadamente.
El informe oficial habló de un “accidente de senderismo” y dio por concluida la investigación, pero muchos no quedaron satisfechos. Quienes habían visto de cerca la grieta aseguraban que la disposición de los restos contaba otra historia. Vecinos afirmaban haber escuchado voces y risas lejanas durante años en esa zona, y algunos excursionistas confesaban sentir una presión en el pecho al acercarse, como si la montaña rechazara su presencia.
Con el paso del tiempo, la grieta fue sellada parcialmente, pero el misterio no desapareció. Hoy el cañón Cold Spring sigue recibiendo visitantes, aunque la sombra de la tragedia nunca se ha disipado. Para las familias, la respuesta oficial nunca logró explicar los cortes en la ropa ni la ausencia de los objetos más importantes. Para otros, la montaña simplemente decidió devolver aquello que había ocultado durante casi dos décadas.
Y así, mientras el viento sigue soplando entre las rocas, los nombres de Laura y Daniel se pronuncian en voz baja, como si aún caminaran juntos en algún rincón del cañón, atrapados en el eco eterno de Cold Spring.
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