Có thể là hình ảnh về 2 người, Old Faithful và văn bản cho biết 'Or'

El sol se levantaba entre las montañas como una caricia dorada, y el aire fresco de la mañana olía a pino y a tierra húmeda. Clara ajustó con cuidado las correas de la mochila en la que llevaba a su hijo pequeño y sonrió, como si aquel día fuera a convertirse en un recuerdo familiar que se atesoraría para siempre. Caminaban por las Rocosas, un lugar que conocía bien, un espacio en el que se sentía segura y en paz. El niño reía, señalando las ardillas que corrían veloces entre los troncos, y la joven madre avanzaba con paso firme, disfrutando del silencio interrumpido solo por el crujir de las ramas y el canto de los pájaros.

Nada indicaba que aquella caminata fuera a convertirse en la última. El sendero, cada vez más solitario, fue estrechándose poco a poco. Los excursionistas que antes pasaban saludando habían desaparecido, y lo único que quedaba era el murmullo constante de la naturaleza, que poco a poco empezó a sonar extraño, casi inquietante, como si todo el bosque contuviera la respiración. Clara se detuvo un instante, observó los árboles alineados como centinelas y, sin saber por qué, sintió un escalofrío. Continuó caminando, intentando espantar aquella sensación absurda. Pero cuando el viento sopló entre las ramas, un susurro lejano la hizo girarse de golpe. No había nadie.

Las horas pasaron y en el campamento base, su esposo comenzó a preocuparse. Habían acordado volver al mediodía, y ya era tarde. Llamó a los guardabosques y en cuestión de minutos comenzó la búsqueda. Helicópteros, perros entrenados, voluntarios: todos peinaron la montaña. Hallaron huellas en un tramo del sendero, perfectamente reconocibles. Eran de Clara y del niño. Sin embargo, lo imposible sucedió: aquellas huellas se interrumpían de repente en un claro del bosque, como si hubieran sido borradas con una mano invisible. No había signos de lucha, ni ropa rasgada, ni objetos abandonados. El rastro se evaporaba de golpe, sin explicación.

La noticia se propagó rápido. Los periódicos locales publicaron titulares alarmantes: madre e hijo desaparecidos en las Rocosas sin dejar rastro. El misterio sacudió a toda la comunidad. Se organizaron vigilias, cadenas de oración, campañas de búsqueda. Durante días, las montañas se llenaron de voces llamando sus nombres. Pero ninguna respuesta llegó. El bosque parecía haber cerrado sus puertas. Y poco a poco, la esperanza se transformó en silencio.

Con el tiempo, las autoridades archivaron el caso. “Desaparición no resuelta”, dijeron los documentos oficiales. Sin embargo, en las casas, en los bares y en los pasillos de la iglesia, el murmullo continuaba. Algunos hablaban de un secuestro, otros de un accidente. Pero había quienes recordaban viejas leyendas transmitidas de generación en generación: historias de pozos de agua de colores imposibles que no devolvían a quienes se atrevían a mirarlos demasiado tiempo, relatos de puertas en la tierra que llevaban a otro lugar del que nadie regresaba. Los ancianos advertían que había rincones en la montaña que no pertenecían al mundo de los vivos.

Seis años más tarde, un grupo de excursionistas se internó en una zona poco transitada del parque. El otoño pintaba los árboles de tonos rojizos y dorados, y el aire estaba impregnado de un frío repentino. Uno de ellos, curioso por naturaleza, se apartó del camino y encontró un claro en el que la tierra exhalaba un calor húmedo. Allí, en medio de la nada, se abría una poza. El agua brillaba con colores imposibles: amarillo en los bordes, verde intenso en el centro, y un oscuro abismo en lo profundo que parecía devorar la mirada de quien se atreviera a sostenerla demasiado.

El excursionista se inclinó, hipnotizado por aquella belleza inquietante, cuando un olor metálico le rozó la nariz. No era solo vapor lo que emergía de aquel agujero. Retrocedió con un nudo en el estómago, y fue entonces cuando lo vio. Algo flotaba y se hundía lentamente al ritmo de las burbujas. No podía distinguir qué era, pero la silueta le resultó perturbadoramente familiar: parecía un cuerpo.

La alarma volvió a sonar. Autoridades y rescatistas acudieron al lugar, acordonaron la zona e intentaron descender con equipos especiales. El calor abrasador dificultaba la tarea, y muchos se negaban a acercarse demasiado, afirmando que el agua parecía “vigilar”. Finalmente lograron recuperar fragmentos: restos humanos y, junto a ellos, algo imposible de ignorar. Una sandalia infantil, todavía reconocible a pesar del tiempo.

Los análisis confirmaron lo impensable: pertenecían a Clara y a su hijo. El hallazgo provocó un estremecimiento colectivo. Seis años de incertidumbre parecían resolverse, pero la respuesta no trajo alivio, sino nuevas preguntas. ¿Cómo habían llegado hasta aquella poza tan lejos del sendero? ¿Por qué nunca se habían encontrado antes, si el lugar estaba dentro del área de búsqueda? ¿Y cómo podía ser que ciertos objetos parecieran intactos, como si el tiempo no hubiera pasado sobre ellos?

Los rumores volvieron a circular con más fuerza que nunca. Algunos afirmaban que la montaña había guardado a Clara y a su hijo hasta que decidió devolverlos. Otros decían que aquella poza no era una fuente termal, sino una puerta, un espejo líquido que conectaba con un mundo al que los humanos no debían mirar. Había quienes juraban que si te acercabas demasiado, el agua devolvía tu reflejo… pero con un detalle alterado, como si estuvieras viendo una versión de ti mismo atrapada en otro lugar.

Los rescatistas que participaron en la operación comenzaron a contar cosas extrañas. Uno aseguró haber escuchado la risa de un niño cuando se inclinó sobre el borde. Otro confesó que, al mirar al agua, sintió que alguien lo observaba desde dentro, como si unos ojos invisibles lo siguieran. Varios abandonaron el equipo después de aquella misión, incapaces de dormir por las noches.

El esposo de Clara, devastado tras la confirmación de los restos, decidió regresar al sitio. Se arrodilló frente a la poza, con el rostro desencajado, y susurró el nombre de su esposa. Los testigos presentes aseguraron que el agua comenzó a burbujear con más fuerza, y por un instante, la superficie reflejó algo imposible: la silueta de una mujer cargando a un niño en la espalda, tal y como la habían visto por última vez. El hombre intentó lanzarse, pero fue detenido por los guardabosques. “No mire demasiado tiempo”, le advirtió uno de ellos con voz temblorosa. “Esa agua devuelve miradas, pero no devuelve cuerpos”.

Desde entonces, la zona fue clausurada. Sin embargo, quienes logran acercarse en secreto aseguran que el aire allí es más frío, que el bosque se queda en silencio de golpe y que, si cierras los ojos, puedes escuchar una voz femenina susurrando tu nombre. Algunos turistas han contado que, al tomar fotografías, aparecen figuras difusas: una mujer y un niño que parecen caminar entre los árboles, pero que desaparecen al siguiente parpadeo.

Hoy, la historia sigue viva en boca de los lugareños. Algunos la cuentan como una advertencia: no todo en la montaña está hecho para ser explorado. Otros la narran con un escalofrío, convencidos de que lo que desaparece en esos bosques nunca se va del todo. Lo cierto es que la poza sigue allí, brillando con colores imposibles, como un ojo abierto que observa sin descanso. Y quienes se atreven a acercarse demasiado aseguran que todavía, al caer la noche, se escucha una risa infantil flotando en el aire, seguida de un susurro que hiela la sangre:

—No nos olvides…