En un restaurante de lujo en el corazón de la ciudad, las lámparas de cristal iluminaban las mesas con un resplandor cálido, mientras los cubiertos de plata relucían bajo la tenue música de un piano. Ricardo Montenegro, uno de los empresarios más ricos del país, observaba distraídamente a su hijo Adrián, sentado en la silla de ruedas junto a él. El niño de apenas diez años tenía la mirada cansada, los labios pálidos y una respiración débil que lo hacía parecer mucho menor. Ricardo llevaba meses buscando tratamientos médicos, gastando fortunas, pero cada especialista repetía lo mismo: no había cura.
Aquella noche, mientras el camarero servía el vino, una niña desconocida apareció entre las mesas. Su ropa era sencilla, sus zapatos desgastados, y su rostro mostraba una mezcla inquietante de inocencia y seguridad. Se detuvo justo frente a Adrián, lo miró a los ojos y pronunció con voz firme:
—Dame de comer… y yo curaré a tu hijo.
Ricardo, indignado, frunció el ceño. Pensó que era una broma cruel, quizá un montaje para sacarle dinero. Pero la intensidad en la mirada de la niña lo desconcertó. Adrián, en cambio, esbozó una sonrisa débil, como si hubiera reconocido algo en ella.
—Vete de aquí —ordenó Ricardo con frialdad—. Esto no es lugar para mendigos.
Sin embargo, la niña no se movió. Colocó una mano sobre el respaldo de la silla de Adrián y repitió, más suave pero con una convicción escalofriante:
—Dame de comer… y yo curaré a tu hijo.
El silencio se apoderó de la sala. Los clientes observaban la escena con incomodidad, pero Ricardo sintió un nudo en la garganta. ¿Cómo se atrevía esa niña a hablarle así? ¿Y por qué su hijo, que rara vez mostraba emoción, parecía tan fascinado por ella?
Esa misma noche, contra toda lógica, Ricardo permitió que le sirvieran un plato a la niña. Ella comió con calma, cada bocado acompañado de una mirada penetrante hacia él. Cuando terminó, se inclinó hacia Adrián, le susurró unas palabras que nadie más alcanzó a escuchar… y, como si fuera un milagro, el niño levantó lentamente las manos, las piernas temblaron y logró ponerse de pie por primera vez en meses.
Los murmullos recorrieron el salón. Ricardo se quedó petrificado. Lo imposible acababa de suceder.
A partir de ese día, la vida de Ricardo dio un giro vertiginoso. La niña, que dijo llamarse Aisha, comenzó a aparecer en su mansión sin que nadie la viera entrar. Nunca pedía dinero, solo comida. Cada vez que lo hacía, la salud de Adrián mejoraba un poco más. Ricardo, aunque aterrorizado, no podía rechazarla. Había en ella algo oscuro, un poder inexplicable que desafiaba la lógica.
Con el tiempo, comenzaron a ocurrir cosas extrañas. Los espejos de la casa se empañaban sin razón, los relojes se detenían cuando Aisha llegaba, y el personal de servicio juraba escuchar susurros en los pasillos vacíos. Ricardo empezó a investigar quién era esa niña. Contrató detectives, revisó archivos, pero no encontraron registro alguno de ella. Era como si no existiera.
Una noche, Ricardo descubrió una verdad perturbadora. En los archivos médicos de Adrián había un nombre tachado: el de la madre biológica del niño. Siempre le habían dicho que había muerto en el parto, pero el documento insinuaba otra cosa. Y en un rincón del expediente, casi borrada, había una fotografía vieja de una mujer con ojos oscuros y penetrantes, idénticos a los de Aisha.
El corazón de Ricardo se aceleró. ¿Era posible que aquella niña tuviera relación con la madre de Adrián? ¿Era acaso su hija, una hermana perdida? O peor aún, ¿algo que no pertenecía del todo a este mundo?
Cuando confrontó a su abogado de confianza, éste titubeó antes de confesarle que años atrás, en su juventud, Ricardo había firmado un acuerdo secreto con una mujer que afirmaba poder “proteger” a su heredero. A cambio, debía entregarle alimento y un lugar en su casa. Ricardo lo había olvidado, enterrado entre tantos negocios turbios y noches de alcohol. Pero el abogado lo recordó bien: aquella mujer se hacía llamar “La Guardiana”.
La revelación lo destrozó. ¿Acaso Aisha era la encarnación de esa mujer, o su descendencia? ¿Había vuelto para reclamar una deuda pendiente?
Mientras tanto, Adrián recuperaba fuerzas con rapidez antinatural. Caminaba, corría, reía como nunca antes. Pero en sus ojos brillaba un destello extraño, como si compartiera secretos con Aisha. Una complicidad que excluía al propio Ricardo.
El millonario comenzó a sentir miedo, un miedo real que ni el dinero podía disipar. Una madrugada lo sorprendió escuchar a su hijo hablar en sueños con una voz que no era la suya. “El trato está hecho”, murmuraba Adrián entre dientes, “ahora falta la última cena”.
La paranoia lo consumía. Revisó cámaras de seguridad, contrató guardias armados, pero Aisha seguía apareciendo. Siempre tranquila, siempre pidiendo lo mismo: comida. Y cada vez que lo hacía, Ricardo sentía que algo invisible se llevaba más que un simple plato; se llevaba parte de su voluntad, parte de su alma.
Un día, el cuerpo sin vida del abogado fue encontrado flotando en la piscina de la mansión. El forense no pudo explicar la causa: ni marcas, ni golpes, solo una expresión de terror congelada en su rostro. Ricardo supo en ese instante que la deuda estaba alcanzando su clímax.
Desesperado, intentó huir con Adrián. Lo llevó a su avión privado, pero antes de despegar, la niña ya estaba allí, sentada tranquilamente en uno de los asientos. Lo miró con una serenidad perturbadora y dijo:
—No puedes escapar, Ricardo. Una promesa es una promesa.
La aeronave nunca despegó. Los pilotos juraron que los controles dejaron de responder como si una fuerza invisible los hubiera bloqueado. Esa noche, Ricardo aceptó llevar a Aisha de regreso a su mansión.
En la cena final, la niña pidió un banquete como nunca antes. Ricardo obedeció, sintiendo que cada plato servido era un ladrillo más en su tumba invisible. Cuando Aisha terminó, tomó la mano de Adrián y lo llevó frente a su padre.
—Tu hijo está sano —dijo—. Pero ahora la deuda cambia de dueño.
Ricardo la miró confundido, aterrado. Aisha sonrió, y en ese instante Adrián giró la cabeza hacia su padre con una mirada que ya no le pertenecía. En sus ojos brillaba la misma oscuridad que había visto en la fotografía de aquella mujer.
Ricardo comprendió que lo había perdido todo. No solo a su hijo, sino quizá también su propia libertad.
La casa quedó en silencio esa noche. Nadie volvió a ver a Aisha. Adrián, en cambio, siguió creciendo fuerte y saludable, pero con un aire extraño, distante, como si llevara dentro de sí algo que no pertenecía a este mundo.
Y cada vez que Ricardo intentaba dormir, los relojes se detenían en la misma hora, los espejos se empañaban y una voz susurraba desde la oscuridad:
—Una promesa es eterna.
Nadie supo nunca qué ocurrió realmente en esa mansión. Solo quedó un rastro de rumores, de fortunas perdidas misteriosamente, de un millonario convertido en un espectro de sí mismo. Y la inquietante certeza de que, en algún rincón del mundo, alguien más podría escuchar aquella frase imposible:
“Dame de comer… y yo curaré a tu hijo.”
News
El eco del bosque: la desaparición de Daniel Whitaker
El amanecer en las Montañas Rocosas tiene algo de sagrado. La niebla se desliza por las cumbres como un animal…
El eco del silencio: la tragedia en los Andes
El viento cortaba como cuchillas de hielo mientras el sol, difuso entre las nubes, teñía de oro pálido las laderas…
Desapareció en el desierto… y cuando lo hallaron, pesaba solo 35 libras
El sol de Arizona golpeaba sin piedad sobre la tierra agrietada cuando los agentes encontraron la bicicleta. Estaba tirada de…
🕯️ Última Noche en el Old Maple Diner
Era una de esas noches en que el viento se colaba por las rendijas de las ventanas y hacía sonar…
700 personas no lo vieron: el día que Margaret cambió el destino del asesino dorado
Había música, risas y el olor dulce del barniz nuevo en el auditorio de la escuela de Sacramento. Era una…
Cinco viajeros desaparecieron en la selva de Camboya… Seis años después, uno volvió y contó algo que nadie quiso creer
Cuando el avión aterrizó en Phnom Penh, el aire parecía tan denso que podía cortarse con un cuchillo. Cinco jóvenes…
End of content
No more pages to load







