Có thể là hình ảnh về 4 người, râu, mọi người đang cắm trại và văn bản

El verano había llegado con su promesa de libertad, y con él la ansiedad de escapar de la rutina. Nadie en el pequeño pueblo imaginó que aquella tarde soleada sería la última vez que verían con vida a Clara y Mateo. Tenían diecisiete y dieciocho años; ella, de cabello rubio desordenado, siempre llevaba colgado un cuaderno lleno de garabatos y frases inacabadas; él, con gafas redondas y un aire tímido, coleccionaba mapas y soñaba con convertirse en fotógrafo de viajes. Juntos decidieron pasar un fin de semana en el bosque, acampando lejos del ruido, convencidos de que la naturaleza les ofrecería una especie de santuario donde el tiempo se detenía.

Salieron caminando con mochilas ligeras, una tienda amarilla y provisiones para tres días. Dejaron atrás las calles tranquilas, los saludos de vecinos que se quedaron viendo cómo se alejaban y la última sonrisa capturada en una fotografía que ambos subieron a sus redes sociales. Nadie podría prever que esa imagen, inocente y casual, se convertiría en el emblema de una tragedia.

El primer día todo fue normal: se sabe que llegaron al punto de inicio de la ruta, que caminaron por senderos húmedos tras la lluvia, y que incluso algunos excursionistas los vieron detenerse cerca de un arroyo para descansar. Clara escribió un breve mensaje a su hermana menor: “Estamos bien, el bosque es hermoso, nos vemos el lunes”. Ese fue el último contacto.

La desaparición se hizo evidente cuando, pasados dos días de su regreso previsto, ninguna de las dos familias recibió noticias. Al principio pensaron que habían decidido quedarse más tiempo, pero el silencio se volvió insoportable. Las llamadas caían directo al buzón de voz, y los mensajes quedaban sin respuesta. Fue entonces cuando los padres denunciaron la desaparición. Las autoridades organizaron equipos de búsqueda, helicópteros y perros rastreadores, recorrieron hectáreas de bosque y revisaron cuevas y riachuelos. Pero no había rastro de ellos. Ni una prenda, ni una huella, ni siquiera las cenizas de una fogata.

El bosque se convirtió en un laberinto hostil. Los voluntarios hablaban de extraños ecos en las noches, de sombras que parecían seguirlos entre los árboles. Los perros, entrenados para rastrear, se negaban a avanzar en ciertas direcciones, aullando hacia claros vacíos como si advirtieran de un peligro invisible. La sensación general era que el lugar rechazaba la presencia humana, como si hubiera secretos demasiado antiguos para ser perturbados.

Pasaron las semanas, luego los meses. El caso ocupó titulares, programas de televisión y portadas de periódicos. Las fotografías de Clara y Mateo aparecieron en carteles pegados en gasolineras, supermercados y paradas de autobús. Las familias, destrozadas, se aferraban a la mínima esperanza de que hubieran huido juntos, que estuvieran en algún otro lugar viviendo una historia secreta de amor. Pero en el fondo sabían que el silencio era demasiado pesado, demasiado absoluto.

Fue casi medio año después cuando un guardabosques, siguiendo un rastro de ramas rotas, encontró lo que parecía un campamento abandonado. Entre el musgo y las hojas húmedas apareció una tienda amarilla caída, medio cubierta por barro y restos de lluvia. Era la de Clara y Mateo. Nadie pudo explicar por qué no la habían hallado antes, a pesar de que el área había sido revisada en numerosas ocasiones. El hallazgo levantó sospechas: o la tienda no había estado allí durante los primeros registros, o alguien la había movido. Ninguna de las opciones resultaba tranquilizadora.

El interior parecía detenido en el tiempo. Había mantas extendidas, dos sacos de dormir intactos, linternas descargadas y cuadernos con notas de rutas dibujadas a mano. No había señales de lucha. Sin embargo, lo que más inquietó a los investigadores fue un envoltorio arrugado en el suelo, semienterrado en la tierra húmeda. Era de unos caramelos llamados “Stoney Patch”, con figuras coloridas y un diseño llamativo. Nadie de la familia reconoció aquel objeto. Los expertos afirmaron que ese tipo de envoltorio no se vendía en las tiendas locales. Y lo más extraño: parecía recién dejado, sin signos del deterioro que el clima habría causado en seis meses. Como si alguien hubiera estado allí recientemente.

El descubrimiento encendió nuevas teorías. Algunos hablaron de traficantes de drogas que utilizaban el bosque como escondite; otros, de cultos extraños que dejaban marcas y objetos como advertencias. Lo cierto es que alrededor de la tienda se hallaron signos perturbadores: varios árboles tenían incisiones en la corteza, símbolos geométricos grabados con precisión, casi rituales. Las marcas no estaban allí durante los primeros rastreos, lo que significaba que alguien había regresado a ese lugar después de la desaparición. Pero ¿quién? ¿Y por qué?

Las familias acudieron al sitio. El padre de Mateo no pudo contener las lágrimas al ver la tienda destrozada. “Aquí durmió mi hijo, aquí respiró por última vez”, murmuró, acariciando la lona húmeda. Los periodistas grababan cada gesto, cada rostro descompuesto, cada palabra que brotaba entre sollozos. El hallazgo no trajo respuestas, sino más preguntas. ¿Dónde estaban los cuerpos? ¿Qué había sucedido aquella noche?

Un vecino afirmó haber visto luces extrañas en el bosque en días posteriores a la desaparición. Otros dijeron haber escuchado gritos lejanos, que confundieron con el viento. Una anciana recordó viejas leyendas locales sobre espíritus guardianes de la montaña, seres que castigaban a los intrusos. El rumor creció: tal vez no era un crimen humano, sino algo más profundo, más inexplicable.

La investigación oficial se estancó. Sin pruebas concluyentes, solo quedaba el rastro del envoltorio y las marcas en los árboles. Algunos agentes insistieron en que todo apuntaba a la presencia de personas vivas, tal vez vinculadas al narcotráfico. Otros admitieron en privado que el caso tenía elementos que escapaban a cualquier lógica. El bosque, imponente y silencioso, parecía guardar la verdad bajo capas de raíces y sombra.

Los meses pasaron y el lugar se convirtió en un sitio de peregrinación macabra. Curiosos, exploradores y hasta grupos de cazadores de fenómenos paranormales acudían a la tienda amarilla para tomar fotos y sentir el escalofrío de estar en el último lugar donde se vio a Clara y Mateo. Algunos aseguraban haber escuchado pasos cuando estaban solos, otros hablaban de voces susurrando sus nombres. Hubo quienes afirmaron haber visto dos siluetas jóvenes entre los árboles, de pie, inmóviles, observando.

La ausencia se volvió insoportable para las familias. La madre de Clara, cada aniversario, regresaba al bosque con flores y una linterna encendida que dejaba dentro de la tienda como un faro diminuto en medio de la oscuridad. Decía que, de alguna manera, su hija encontraría el camino de vuelta siguiendo esa luz. Nunca hubo respuesta.

La historia, con el tiempo, se convirtió en una herida colectiva. En el pueblo ya nadie caminaba tranquilo por la montaña. Se hablaba en susurros de lo que podía haber ocurrido, pero nadie se atrevía a asegurarlo. El silencio se había vuelto demasiado pesado, demasiado comprometedor. Y cada vez que alguien pasaba cerca del campamento, la sensación era la misma: como si el bosque vigilara, como si esperara a su próxima víctima.

Una noche de otoño, un nuevo equipo de búsqueda —compuesto por voluntarios que se negaban a rendirse— regresó al lugar. Revisaron los alrededores con linternas potentes, escudriñando cada rincón. En el suelo, cerca de la tienda, hallaron algo que heló la sangre: huellas pequeñas y recientes, demasiado recientes para pertenecer a Clara y Mateo. Como si alguien hubiera estado allí observando a quienes se atrevían a profanar el silencio. El equipo juró haber sentido una presencia, un murmullo detrás de los árboles. Giraron con las luces, pero no había nadie.

Desde entonces, el misterio se ha multiplicado. Hay quienes creen que Clara y Mateo aún están vivos, ocultos, atrapados en alguna red de la que no pudieron escapar. Otros piensan que el bosque se los tragó y solo devuelve fragmentos para mantener el terror vivo. Y están los que prefieren no pensar demasiado, porque el silencio de la montaña es más fuerte que cualquier teoría.

Lo cierto es que el envoltorio, la tienda amarilla y las marcas siguen allí. Nadie las ha borrado. Y cada visitante que se acerca siente la misma inquietud: que algo invisible habita entre los árboles, algo que no quiere ser descubierto. La desaparición de Clara y Mateo dejó un vacío imposible de llenar, una historia sin final que sigue atormentando a todos.

Y aunque se han escrito páginas enteras sobre ellos, lo más aterrador no es lo que se sabe, sino lo que permanece oculto. Porque en cada sombra, en cada rama rota, parece repetirse la misma pregunta sin respuesta: ¿qué fue lo que realmente ocurrió aquella noche, en aquel bosque, cuando dos adolescentes encendieron una fogata y jamás regresaron?