Có thể là hình ảnh về 7 người và đám đông

En Somiedo, un valle asturiano donde las montañas parecen encerrar el tiempo, nació en 1930 una ternera común a la que llamaron Maruxa. Nadie sospechó que con los años se transformaría en una leyenda capaz de desafiar la lógica de la biología y las certezas de un pueblo entero. Al principio fue solo una más en la cuadra de la familia García, mugiendo débilmente entre el olor a heno y estiércol. Pero mientras las demás vacas envejecían y desaparecían, ella seguía firme, creciendo con una vitalidad que desconcertaba a todos. La media de vida del ganado rondaba los doce o quince años, y sin embargo Maruxa superó los veinte, después los treinta, después los cuarenta, mientras generaciones enteras de vecinos nacían, crecían y envejecían bajo su mirada tranquila.

El misterio se acrecentó cuando, en una feria patronal, alguien le acercó un vaso de whisky como broma. Lo increíble ocurrió: Maruxa bebió con calma aquel líquido fuerte que hacía toser a los hombres. La carcajada se convirtió en tradición, y pronto cada fiesta comenzaba con la vaca recibiendo su vaso. Sin él, los vecinos decían que la celebración no estaba completa. El cura protestó, pero fue inútil. A cada año que pasaba, el gesto parecía más solemne, como si la longevidad de la vaca estuviera ligada al ritual. Los niños crecieron con la certeza de que Maruxa era indestructible y los mayores la señalaban como ejemplo de resistencia. En cada feria era adornada con cintas de colores, desfilaba entre vítores y posaba en fotografías que hoy amarillean en los álbumes familiares. El tiempo avanzaba, pero ella seguía allí, desafiando la lógica.

Con los años, la noticia saltó a la prensa regional y luego a la nacional. Reporteros llegaban para comprobar con sus propios ojos que una vaca podía vivir más de cuarenta años y parir hasta treinta y nueve terneros. Los García, recelosos, nunca dejaron que los veterinarios extrajeran muestras ni que los científicos la analizaran en profundidad. Decían que Maruxa no era un experimento, sino parte de la familia. Esa negativa alimentó las sospechas: algunos pensaban que la vaca escondía un secreto, otros que la familia ocultaba algo. Y a medida que la fama crecía, también lo hacía la inquietud. No eran pocos los que afirmaban haber oído mugidos extraños en la noche, sonidos que parecían imitar palabras humanas. Una anciana del lugar aseguraba haber visto sus ojos brillar en la oscuridad como brasas encendidas. Nadie la creía del todo, pero pocos se atrevían a desmentirla con rotundidad.

El año en que cumplió cuarenta y ocho, Maruxa fue llevada a la feria de San Juan por última vez. Estaba vieja y encorvada, pero aún caminaba con paso lento entre aplausos y vítores. Los niños, muchos de ellos nietos de quienes la habían visto en su juventud, la rodearon con gritos de alegría. El pueblo entero contuvo la respiración cuando le acercaron su vaso de whisky. Ella lo bebió despacio, como siempre, y el júbilo estalló. Parecía que todo seguía igual. Pero esa noche, según varios testigos, luces extrañas recorrieron el establo de los García. Algunos dijeron escuchar voces, otros un mugido que no sonaba animal. El rumor se extendió a la velocidad del viento. Al amanecer, la vaca ya no estaba en el prado.

Los García anunciaron con solemnidad que Maruxa había muerto y que la habían enterrado en secreto, en lo alto de la montaña. Nunca mostraron la tumba. Nadie vio el cuerpo. Aseguraron que querían preservar la paz del animal, lejos del circo mediático. Pero el silencio alimentó versiones contradictorias. Unos afirmaban que había sido trasladada en secreto a un santuario oculto, quizá vendida a laboratorios extranjeros interesados en su resistencia biológica. Otros creían que nunca había muerto, que los García escondían algo más oscuro. Los más supersticiosos hablaban de un pacto, de una deuda con fuerzas antiguas que explicaba la longevidad de la vaca y la extraña costumbre del whisky.

El tiempo pasó y Maruxa se convirtió en recuerdo. Sin embargo, en el bar del pueblo aún cuelga una fotografía en la que aparece adornada con cintas, un vaso junto al hocico y la mirada serena de quien sabe más de lo que muestra. Cuando los vecinos ancianos cuentan su historia, sonríen con ternura, pero siempre acaban cayendo en un silencio abrupto, como si hubiera algo más que prefirieran callar. Hoy todavía llegan curiosos al valle preguntando por ella. Algunos turistas aseguran escuchar mugidos lejanos en las noches de tormenta, graves y prolongados, resonando entre los montes como un eco imposible. Los pastores, acostumbrados a esas historias, se encogen de hombros y dicen que no hay que darle importancia, pero nadie se atreve a negarlo con contundencia.

Así, entre mito y memoria, entre crónica y leyenda, la historia de Maruxa sigue viva. Fue la vaca que desafió al tiempo, la que brindaba con whisky en cada fiesta y la que dejó tras de sí una sombra de misterio que aún hoy envuelve a Somiedo. Quizá fue un simple milagro de la naturaleza. Quizá algo más. Lo único seguro es que, mientras el viento silba entre las montañas, todavía hay quienes juran que ese mugido profundo que se confunde con la tormenta no es el de cualquier animal, sino el eco eterno de una vaca que nunca debió morir.