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La niebla matinal se extendía sobre los bosques que rodeaban Prípiat como un sudario gris. Los árboles, aún enfermos por la radiación que nunca terminó de abandonarlos, parecían esqueletos vegetales: troncos torcidos, ramas muertas, hojas escasas. El silencio era absoluto, roto apenas por el crujido metálico de los vehículos militares que avanzaban lentamente por un camino apenas visible.

El año era 1997, más de una década después del desastre de Chernóbil. Oficialmente, la zona estaba sellada, inaccesible para civiles. Sin embargo, un convoy especial había recibido permiso de entrar. Nadie hablaba del verdadero motivo. Los soldados solo sabían que debían obedecer órdenes, escoltar a un reducido equipo de científicos, y no hacer preguntas.

El capitán Andrei Mikhailov mantenía los ojos fijos en el horizonte. Veterano de la guerra afgana, no se impresionaba fácilmente. Pero había algo en aquella misión que lo inquietaba. El secretismo, la manera en que los superiores evitaban dar detalles, y sobre todo, la presencia de dos hombres de traje negro que viajaban junto a los científicos. Ni militares, ni académicos. Solo observadores silenciosos, que lo anotaban todo.

El convoy se detuvo a pocos kilómetros de la central nuclear. Allí, bajo un dosel de árboles secos, comenzaron las labores de excavación. Los mapas secretos señalaban un punto específico en medio del bosque, donde supuestamente se habían detectado anomalías térmicas.

—No tiene sentido —susurró uno de los soldados jóvenes—. Aquí no hay nada.

Pero sí lo había.

Los geólogos usaron sensores y perforaron el suelo. A los pocos minutos, las máquinas marcaron lecturas imposibles: calor residual, presencia de radiación activa, y algo más… un vacío subterráneo. Un túnel artificial.

La orden llegó rápido. Cavaron hasta encontrar una compuerta metálica cubierta por tierra y raíces. El metal estaba corroído, pero aún se mantenía sólido. No había registros de ninguna construcción oficial en ese lugar.

Con esfuerzo, abrieron la compuerta. Un hedor insoportable escapó del interior, mezcla de óxido, humedad y algo más… algo orgánico.

El doctor Petrov, líder del equipo científico, fue el primero en bajar acompañado de dos soldados. Descendieron por una escalera metálica que crujía bajo sus pasos. La luz de las linternas iluminaba pasillos estrechos, cubiertos de símbolos extraños pintados en las paredes: círculos, figuras humanas deformes, números tachados.

—Esto no es soviético —murmuró Petrov, acariciando una de las marcas con la mano enguantada.

Avanzaron hasta llegar a una sala amplia. En el centro, había camillas oxidadas, restos de instrumental quirúrgico y jaulas metálicas. Todo parecía abandonado a la prisa, como si quienes trabajaban allí hubieran huido de repente.

Pero lo que detuvo a todos fue la figura en el rincón.

Un cuerpo.

Al principio parecía un cadáver humano, desnudo, consumido por el tiempo. Pero a medida que la luz se posaba sobre él, las diferencias se hicieron claras: piel endurecida y pegada al hueso, ojos hundidos pero brillantes, dientes demasiado largos.

El soldado más joven retrocedió con un grito ahogado.

—No… eso no puede estar vivo.

Y sin embargo, respiraba. Apenas perceptible, un movimiento sutil en el pecho, como el último aliento de alguien que nunca muere del todo.

Los científicos rodearon la camilla, tomando notas frenéticamente. Los hombres de traje negro se miraron entre sí sin sorpresa. Como si lo hubieran esperado.

El capitán Mikhailov sintió un escalofrío.
—¿Qué demonios es esto? —preguntó.

El doctor Petrov lo miró, con los ojos vidriosos.
—Algo que nunca debió salir de aquí.

La criatura abrió los ojos.

Un silencio sepulcral cayó sobre la sala. Los soldados apuntaron con sus armas, temblando. Los ojos de aquel ser eran oscuros, profundos, sin pupilas visibles. No había humanidad en ellos, solo hambre.

Y entonces, un sonido gutural, como un gemido arrastrado, resonó en la oscuridad.

No era el único.

Desde un pasillo lateral comenzaron a escucharse pasos, arrastres, respiraciones irregulares. Las linternas enfocaron hacia allí y revelaron más figuras emergiendo de las sombras: cuerpos deformes, algunos femeninos, otros masculinos, todos en diferentes estados de putrefacción, pero de pie, moviéndose.

El pánico fue inmediato.
—¡Fuego! —ordenó Mikhailov.

Los disparos retumbaron en el subterráneo. Las criaturas cayeron, pero algunas se levantaron de nuevo, como si las balas fueran un simple retraso en su avance. El aire se llenó de olor a pólvora y a carne quemada por el roce de las balas.

El doctor Petrov gritaba que no debían destruirlos, que eran la prueba de algo único. Pero nadie lo escuchaba. El instinto de supervivencia había tomado control.

En medio del caos, los hombres de traje negro se mantuvieron inmóviles, observando, murmurando entre sí. Uno de ellos sacó un dispositivo extraño, como un cilindro metálico, y lo activó. Un sonido agudo llenó la sala, y las criaturas retrocedieron como si el ruido las desgarrara por dentro.

Mikhailov comprendió entonces que ellos sabían. Que todo estaba planeado. Que aquella misión no era de descubrimiento, sino de contención.

Con gran esfuerzo, los soldados consiguieron salir del túnel, arrastrando consigo al primer cuerpo encontrado, aún vivo. La compuerta fue sellada de nuevo, y los trajes negros ordenaron cubrir todo con explosivos.

El capitán Mikhailov, jadeando, miró cómo detonaban el lugar, reduciéndolo a cenizas bajo toneladas de tierra. Pero sabía la verdad: no lo habían destruido todo. Lo que había en esas profundidades era más antiguo, más fuerte, y no se detenía con dinamita.

Mientras el convoy abandonaba el bosque, el doctor Petrov escribió frenéticamente en su cuaderno: “No eran mutaciones. No eran víctimas. Estaban esperando.”

Y en el camión de retaguardia, cubierto por una lona, el cuerpo rescatado abrió los ojos de nuevo. Esta vez, sonrió.