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La mañana del 14 de mayo de 1986 amaneció clara en Cangas del Narcea, un pequeño municipio asturiano rodeado de montañas, bosques espesos y carreteras estrechas que serpenteaban entre valles. Para los vecinos era un día especial: quince niños del colegio local iban a realizar una excursión a los Picos de Europa, un viaje corto pero emocionante que para muchos significaba la primera salida larga sin la compañía de sus padres. Los críos, de entre nueve y doce años, habían preparado sus mochilas con bocadillos, libretas de dibujo y prismáticos de juguete para observar la naturaleza. El punto de encuentro fue la plaza principal del pueblo, donde un viejo autobús escolar amarillo aguardaba con el motor encendido. El conductor, Ramón García, de 42 años, era un rostro familiar: durante años había llevado a generaciones de escolares a clases, y todos confiaban en él. Vestía camisa clara, chaqueta de pana y un sombrero desgastado. Saludó con la mano a los padres y ayudó a subir a los más pequeños. Nada hacía presagiar que aquel sería el último día que verían a sus hijos con vida.

A las 9:15 de la mañana, el autobús arrancó. Algunos padres siguieron el vehículo con la mirada mientras desaparecía entre la niebla matinal. El trayecto debía durar apenas una hora. Sin embargo, a las dos de la tarde, los maestros que aguardaban en el punto de encuentro comenzaron a preocuparse: los niños no llegaban. Al principio pensaron en un retraso, en alguna parada para tomar algo, incluso en una avería menor. Pero al caer la tarde, la preocupación se convirtió en alarma. Esa misma noche, la Guardia Civil fue alertada y se activó un dispositivo de búsqueda que se prolongaría durante semanas.

Los primeros días fueron frenéticos. Helicópteros sobrevolaron las montañas, brigadas caninas rastrearon los caminos, voluntarios de pueblos vecinos se sumaron a las batidas. Se inspeccionaron barrancos, ríos, túneles y desvíos. El autobús parecía haberse esfumado. No había rastro de neumáticos, ni cristales, ni restos de accidente. “Era como si la tierra se los hubiera tragado”, recordaría años después Manuel López, un guardia jubilado que participó en aquellas primeras jornadas. Los medios nacionales llegaron en masa, y los titulares hablaban de “La excursión fantasma”. España entera seguía la historia con el corazón en vilo. Los rostros de los quince niños aparecieron en todas las portadas, mientras sus familias daban declaraciones desesperadas, rogando por pistas.

A medida que pasaban las semanas y no aparecía ninguna prueba sólida, comenzaron a surgir teorías y rumores. Algunos hablaban de un secuestro masivo por parte de una red criminal; otros pensaban en un accidente en un barranco tan inaccesible que ni los helicópteros podían divisarlo. Hubo incluso quien apuntó a explicaciones paranormales, alimentadas por el hecho de que en toda la región circulaban leyendas sobre montes encantados y desapariciones antiguas. Lo cierto es que, sin pruebas, cada hipótesis parecía tan improbable como la anterior. El único que desapareció junto a los niños fue el conductor, lo que levantó sospechas. Sin embargo, en su casa no se halló nada incriminatorio, salvo algunos cuadernos de cuentas y fotografías familiares. Ramón era viudo, sin hijos, un hombre callado que nunca había dado problemas. ¿Había sido el responsable? ¿O también fue víctima?

Los meses se transformaron en años. La búsqueda perdió fuerza, los medios dejaron de cubrir la historia con tanta intensidad, y poco a poco el caso cayó en un limbo. Para las familias, sin embargo, la herida permanecía abierta. Cada 14 de mayo se reunían en la plaza, donde se instaló una placa con los nombres de los quince pequeños. Colocaban flores y encendían velas, mientras prometían no olvidar jamás. Muchos padres murieron sin saber qué ocurrió con sus hijos. Otros vivieron con la esperanza de que un día aparecerían. El expediente se archivó bajo la categoría de “Desaparición no resuelta”. España se acostumbró a convivir con ese misterio, como una sombra que nadie lograba disipar.

Pasaron treinta años sin novedades significativas. En 2015, un documental televisivo reabrió el debate, entrevistando a investigadores de la época y a familiares supervivientes. El programa titulaba el caso como “Los niños que no volvieron”. Sin embargo, más allá de las lágrimas y la indignación, no aportó pruebas nuevas. Todo parecía condenado al olvido. Hasta que, en febrero de 2025, el azar cambió el rumbo de la historia.

El 23 de febrero de aquel año, tras una fuerte tormenta, un grupo de forestales trabajaba en la Reserva de Muniellos, uno de los bosques más densos y protegidos de Asturias. Mientras inspeccionaban una zona erosionada por corrientes de agua, descubrieron una estructura metálica sobresaliendo del barro. Al acercarse, lo que vieron los dejó paralizados: un autobús amarillo, oxidado pero aún reconocible, semienterrado entre raíces y ramas. En la carrocería se distinguía, a pesar de las décadas, la palabra “School Bus”. Inmediatamente avisaron a las autoridades, y en pocas horas la noticia recorrió todo el país. El misterio de 1986 estaba a punto de resurgir.

La Guardia Civil acordonó el área y un equipo forense se desplazó al lugar. El autobús, cubierto de barro y musgo, estaba inclinado hacia un lado. La entrada estaba bloqueada, pero lograron abrirla. Dentro encontraron mochilas infantiles, ropa deteriorada, cuadernos aún con dibujos de animales, incluso un balón desinflado. Entre los asientos, restos óseos confirmaban lo peor. Todo había permanecido congelado en el tiempo, como una cápsula del horror. “Fue como entrar en un mausoleo”, relató un investigador. El hedor a óxido y humedad se mezclaba con la tristeza palpable de quienes sabían que estaban contemplando las huellas de una tragedia.

Los restos fueron trasladados al Instituto Nacional de Toxicología, donde se realizaron análisis de ADN. En marzo de 2025, los resultados confirmaron que pertenecían a los quince niños desaparecidos en 1986. Las familias, tras casi cuatro décadas de incertidumbre, recibían la certeza más dolorosa: sus hijos nunca regresaron porque habían muerto aquel mismo día. Sin embargo, quedaba una incógnita: en el vehículo no se hallaron restos del conductor.

Los investigadores revisaron cada centímetro del autobús. Encontraron marcas en el volante y el freno de mano que sugerían que el vehículo había sido detenido de forma brusca. También observaron que estaba cubierto intencionalmente con ramas y tierra, lo que explicaba por qué nunca fue hallado durante las búsquedas iniciales. La hipótesis más sólida indicaba que alguien desvió el autobús hacia el bosque y lo ocultó deliberadamente. La ausencia de restos del conductor reavivó las sospechas: ¿había huido tras el crimen? ¿o fue eliminado por otra persona?

Con las técnicas modernas, la investigación dio un giro. En una chaqueta hallada en el maletero aparecieron restos biológicos pertenecientes a Ramón García. Sin embargo, no había huesos ni cuerpo. El hallazgo abría dos posibilidades: que el conductor hubiese sobrevivido y escapado tras ocultar el autobús, o que alguien más lo hubiese obligado a participar y después se deshiciera de él. Para añadir más misterio, los archivos policiales revelaron que Ramón había tenido problemas financieros poco antes de 1986. Existían rumores de que había recibido dinero de “fuentes desconocidas”. Nada pudo probarse en su momento, pero ahora los investigadores empezaban a sospechar que no actuó solo.

El hallazgo del autobús conmocionó a toda España. Las familias, envejecidas y desgastadas, lloraron al conocer los resultados. “He esperado 39 años para saber qué le pasó a mi hija. Ahora al menos puedo poner flores en una tumba, pero todavía necesito justicia”, declaró entre lágrimas María Fernández, madre de una de las niñas. En Cangas del Narcea, la plaza volvió a llenarse de vecinos que encendieron velas y cantaron canciones en memoria de los pequeños. La tragedia, lejos de cerrarse, volvía con más preguntas que respuestas.

En abril de 2025, la Guardia Civil anunció que el caso pasaba a la Audiencia Nacional debido a la posibilidad de un crimen organizado. Expertos en criminología sostienen que el ocultamiento del autobús fue demasiado elaborado para un solo hombre. ¿Participó una red que utilizó al conductor como peón? ¿Por qué nunca apareció su cadáver? La teoría más inquietante plantea que los niños fueron drogados en el trayecto y que el autobús fue conducido hasta Muniellos para quedar enterrado, eliminando pruebas de un plan oscuro que nunca llegó a revelarse por completo.

Mientras tanto, el viejo autobús fue trasladado a un hangar policial en Oviedo, donde se estudia cada detalle. Para los investigadores, es la pieza central de un rompecabezas que aún guarda secretos. Para las familias, es el ataúd colectivo de sus hijos. España entera mira hacia ese vehículo oxidado como símbolo de dolor y de memoria. En mayo de 2025, al cumplirse el 39º aniversario, se celebró un homenaje nacional transmitido por televisión. El presidente del Gobierno declaró: “Hoy España llora con Asturias. Hoy decimos sus nombres en voz alta para que nunca se olviden”.

Cuarenta años después, el caso de los quince niños y el autobús fantasma ya tiene una certeza: todos murieron aquel día de 1986 y sus restos fueron hallados en 2025. Pero el responsable aún no ha sido identificado plenamente. La figura del conductor sigue siendo un enigma. Las pruebas lo sitúan en el vehículo, pero su ausencia plantea más dudas que respuestas. Algunos creen que escapó y vive oculto bajo otra identidad; otros sostienen que fue eliminado por cómplices. La Guardia Civil mantiene abierta la investigación, convencida de que aún quedan piezas por encajar.

La herida, aunque parcialmente cerrada, seguirá latiendo. El recuerdo de aquellos quince niños permanecerá grabado para siempre en la memoria colectiva de España. Y mientras los investigadores persiguen las últimas pistas, la pregunta que resuena en la plaza de Cangas del Narcea es la misma desde 1986: ¿quién condujo realmente aquel viaje sin regreso?