
Estoy subiendo. La nieve cruje bajo mis botas como si cada paso despertara a los muertos que duermen bajo el hielo. El viento corta como cuchillas, pero hay algo peor que el frío: el silencio. Un silencio tan espeso que se pega a la piel, tan profundo que me obliga a escuchar mis propios pensamientos como si no fueran míos. Siempre he amado las montañas, pero hoy… hoy siento que la montaña me está observando.
Mi compañero de escalada, Lukas, está unos metros detrás de mí, maldiciendo entre dientes mientras intenta ajustar las correas de su mochila. Le grito que se apresure. No sé por qué estoy tan inquieto. Algo dentro de mí me dice que debemos seguir avanzando, pero al mismo tiempo, cada músculo me suplica detenerme. Como si estuviera caminando hacia algo que no debería ver.
De repente, mi bastón de trekking golpea algo duro bajo la nieve. No es una roca. No suena como hielo. Es… hueco.
Me agacho. Aparto la nieve con mi guante. Lo que emerge me corta la respiración.
Un hueso.
No, no un hueso. Un fémur humano.
Me quedo inmóvil. El aire que inhalo se congela en mis pulmones. Lukas se acerca riendo, creyendo que estoy fingiendo. Pero cuando lo ve, la risa muere en su garganta.
—¿Es… lo que creo que es? —susurra.
No respondo. Sólo empiezo a quitar la nieve con las manos desnudas, ignorando el dolor. Y poco a poco, como si la montaña estuviera entregándonos su secreto con desgano, aparece la forma completa.
Un esqueleto. Sentado. Como si hubiese decidido descansar allí… y simplemente nunca se levantó.
La ropa aún está adherida a los huesos, desgarrada pero reconocible: una chaqueta roja de senderismo, unos pantalones térmicos verdes. Y junto a él… una mochila aún intacta.
Trago saliva. Algo brilla entre la nieve. Es una pequeña pulsera trenzada, aún enroscada en lo que alguna vez fue una muñeca.
Lukas da un paso atrás. Yo no puedo.
Me arrodillo frente al esqueleto como si estuviera frente a un altar. No sé por qué, pero siento que no estoy viendo un cadáver. Estoy viendo una historia congelada en el tiempo.
Tomo la mochila con delicadeza. El cierre chirría cuando lo abro. Dentro hay una libreta empapada pero legible. Las primeras páginas tienen listas de suministros, itinerarios, notas meteorológicas. Todo normal… hasta que llego a la última página escrita.
Una frase repetida una y otra vez, como si la persona la hubiera escrito desesperadamente antes de que sus dedos se congelaran.
“No estoy solo.”
Me recorre un escalofrío mucho más helado que la nieve.
—Tenemos que avisar a las autoridades —dice Lukas, con la voz temblorosa.
Pero no lo escucho. Algo en el suelo, detrás del esqueleto, capta mi atención. Hay marcas. Huellas. No de botas. No de animales. Huellas de manos. Como si alguien —o algo— hubiese arrastrado el cuerpo hasta aquí.
Pero eso no tiene sentido. Si había muerto allí por accidente, ¿por qué habría señales de arrastre?
Me levanto lentamente. Siento que alguien me observa. No desde la distancia. No desde el valle. Desde muy cerca.
Como si estuviera justo detrás de mí.
—Vámonos —dice Lukas—. Ahora.
Pero no puedo moverme. Mi mirada se fija en algo más.
Hay otra cosa en la nieve. A unos metros. Algo pequeño. Rosa.
Un pedazo de tela.
Lo recojo. Es una bufanda infantil. Con bordados de flores.
No pertenece al esqueleto frente a mí.
Y entonces, como un trueno atravesando mis pensamientos, recuerdo algo.
Hace siete años, una adolescente desapareció en estas montañas. Se llamaba Marlene Vögler. Tenía diecisiete años. Una escaladora novata que salió sola y nunca regresó.
Este cuerpo… podría ser ella.
Pero entonces, ¿de quién es esta bufanda?
¿Por qué hay huellas de manos arrastrándola? ¿Quién —o qué— estuvo con ella en sus últimas horas?
Y lo peor…
¿Sigue aquí?
El viento sopla más fuerte. Pero no es sólo viento. Es un susurro.
No lo entiendo al principio. Pero luego… escucho claro.
“No me dejes…”
Me doy la vuelta tan rápido que casi caigo.
No hay nadie.
Pero lo siento. Lo sé.
No estamos solos.
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