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El Senado vivió una de esas sesiones que no se olvidan fácilmente. No por el resultado de la votación —previsible, aritmético, casi burocrático— sino por la crudeza del relato que se abrió paso entre escaños, reproches y silencios incómodos.
Una sesión que empezó como una reprobación más a la ministra de Sanidad, Mónica García, y terminó convertida en un juicio político, moral y casi histórico sobre la gestión sanitaria del Partido Popular en Madrid y, muy especialmente, sobre la figura de Isabel Díaz Ayuso.
Desde el primer minuto quedó claro que no era un día cualquiera. Los sindicatos sanitarios habían desconvocado la huelga prevista tras alcanzar un preacuerdo con el Ministerio.
El Estatuto Marco, olvidado durante más de dos décadas, volvía a estar sobre la mesa. Y sin embargo, el Partido Popular decidió seguir adelante con la moción de reprobación. Para muchos, el error estratégico ya estaba cometido antes de empezar a hablar.
La escena tenía algo de déjà vu. Un Senado con mayoría absoluta del PP, una oposición que acusa de “fracaso estrepitoso”, y una bancada gubernamental que responde señalando algo mucho más profundo: el modelo de sanidad que se ha implantado en comunidades como Madrid.

Pero esta vez, el debate cruzó una línea. Porque no se habló solo de gestión, sino de vidas. Y cuando se pronunció el número —7.291— el ambiente cambió.
Carla Delgado tomó la palabra sin rodeos. No hubo metáforas suaves ni eufemismos técnicos. Fue directa. Cruda. Incómoda. Recordó el protocolo de las residencias durante la pandemia, ese documento que aún persigue a la Comunidad de Madrid como una sombra persistente.
“Dejaron agonizar y morir a 7.291 ancianos”, dijo. Y no lo dijo como consigna, sino como acusación frontal.
A partir de ahí, el debate dejó de ser sobre Mónica García. Pasó a ser sobre Isabel Díaz Ayuso. Sobre su gobierno. Sobre un modelo que, según Delgado, convirtió la sanidad pública en un negocio y la enfermedad en una oportunidad económica.
Los ejemplos se sucedieron: listas de espera imposibles, derivaciones sistemáticas a la privada, contratos millonarios con grandes grupos sanitarios, escándalos como el del hospital de Torrejón, donde —según las denuncias— se habría manipulado el triaje, reutilizado material de un solo uso y puesto en riesgo directo a los pacientes.
Las palabras “atentado criminal” resonaron en el hemiciclo. No es una expresión habitual en un debate parlamentario. Tampoco lo es mencionar que prácticas así no se veían “ni en los peores tiempos de la heroína”. Pero ahí quedó, grabado en el Diario de Sesiones y, sobre todo, en la memoria política del día.

Desde el PP se intentó reconducir el debate. Se habló de competencias autonómicas, de límites legales del Ministerio, de la supuesta incapacidad de Mónica García para gestionar. Se acusó al Gobierno de utilizar la sanidad como arma ideológica. Pero cada intento de volver al marco inicial chocaba con una pregunta incómoda que nadie respondía del todo: si la ministra merece reprobación, ¿qué merece entonces la gestión de Ayuso durante la pandemia?
La cifra volvió una y otra vez. 7.291. No como estadística, sino como símbolo. Como herida abierta. Como recordatorio de que la política sanitaria no es un debate abstracto, sino una cadena de decisiones que terminan afectando a cuerpos concretos, nombres propios y familias reales.
Delgado insistió: mientras el Senado debatía una reprobación “estéril”, la ministra de Sanidad estaba inaugurando la financiación pública de gafas y lentillas para menores de 16 años, una medida histórica. El contraste era evidente. Para unos, una maniobra propagandística. Para otros, la prueba de que, mientras se discute el pasado, hay quien legisla el presente.
El tono fue subiendo. Se habló de privatización encubierta, de miles de millones desviados al sector privado, de un sistema diseñado para empujar a los ciudadanos hacia seguros privados. Se habló de Quirón, de conciertos, de un modelo que, según la oposición, ha vaciado de recursos la sanidad pública madrileña mientras engorda balances empresariales.

Desde la bancada popular se defendieron las reformas, se recordó que muchas reivindicaciones dependen de las comunidades autónomas y no del Ministerio, y se acusó a la izquierda de demagogia. Pero el daño ya estaba hecho. El debate había dejado de ser técnico. Se había convertido en moral.
Lo más significativo no fue lo que se dijo, sino lo que quedó flotando en el aire. La sensación de que el Senado había asistido a algo más que una sesión parlamentaria.
A una especie de ajuste de cuentas simbólico con la gestión de la pandemia. A una reapertura del debate que muchos creían cerrado a golpe de mayorías y paso del tiempo.
Cuando terminó la intervención de Delgado, hubo aplausos y murmullos. También silencios densos. De esos que pesan más que cualquier consigna. Porque nadie, ni siquiera los más experimentados en la dialéctica parlamentaria, pudo negar que algo se había roto.
El Partido Popular sacó adelante su estrategia numérica. La reprobación siguió su curso.
Pero la pregunta quedó sin responder del todo, suspendida sobre el hemiciclo como una amenaza latente: ¿qué ocurre cuando un Parlamento decide mirar hacia otro lado mientras los números del pasado siguen gritando?
El debate sobre la sanidad española, lejos de cerrarse, salió del Senado más abierto, más polarizado y más cargado de memoria. Y en el centro de todo, como una figura inevitable aunque no estuviera presente, volvió a aparecer Isabel Díaz Ayuso. No como presidenta autonómica, sino como símbolo de un modelo que divide, incomoda y sigue generando un ruido que ya no se puede silenciar.
Porque tal vez esta no fue una simple reprobación fallida. Tal vez fue el momento exacto en que la política dejó de hablar de gestión… y empezó a hablar de responsabilidades que todavía nadie quiere asumir.
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