La efeméride de la muerte de Franco evidencia el malestar entre la reina Letizia y Juan Carlos I.
La ausencia de Juan Carlos I en los actos oficiales y el malestar de Letizia dinamitan la imagen de unidad de la Corona.

Cincuenta años después de la muerte de Franco, la figura de Juan Carlos I vuelve a situarse en el centro de la polémica, pero ya no como protagonista de la Transición, sino como símbolo de un conflicto interno en la Casa Real.
Su ausencia del acto oficial en el Congreso, pese a encontrarse en España, y el rechazo a cualquier imagen conjunta con la reina Letizia revelan un distanciamiento que la institución intenta gestionar con cautela.
El homenaje parlamentario, bajo el título “50 años después: la Corona en el tránsito a la democracia”, debía ser una ocasión para reforzar el relato oficial de continuidad institucional y de estabilidad monárquica.
Sin embargo, el evento ha quedado marcado por un triple vacío: la falta de participación de la mayoría de grupos parlamentarios, la indiferencia del propio emérito y la tensión latente entre este y la actual reina.
A la cita solo asistirán representantes del PP y del PSOE, lo que evidencia que el consenso que rodeó a la monarquía durante la Transición se ha ido reduciendo hasta convertirse en una foto políticamente muy estrecha.
Juan Carlos I, quien se encuentra estos días en Madrid, no participará en ninguno de los actos previstos para este viernes.
Su presencia pública se limitará a un único almuerzo privado el sábado 22, alejado de los focos y sin fotografía oficial.
Zarzuela ha impuesto un control férreo sobre cualquier imagen que pudiera reunificar simbólicamente a padre e hijo, pero sobre todo a Juan Carlos y Letizia. Tal y como apuntan diferentes medios, la reina ha dejado claro que no está dispuesta a aparecer junto al emérito, especialmente después de la publicación de las memorias del rey Juan Carlos, cuyo contenido ha sido interpretado como un ataque directo hacia ella.
Estas memorias, cuya aparición coincide —no casualmente— con el 50º aniversario de la muerte de Franco, han reabierto viejas heridas dentro de la Casa Real.
En varios pasajes del libro, Juan Carlos I carga contra Letizia, insinuando que su llegada a la familia real no fortaleció precisamente la unidad interna.
La publicación en un momento tan simbólico se percibe como un intento del emérito de reinsertarse en el debate histórico, reivindicando su papel como garante de la Transición justo cuando se recuerda el fin del franquismo.
Pero para Letizia, y para el entorno más cercano de Felipe VI, supone un recordatorio incómodo del pasado que la institución intenta dejar atrás.
La incomodidad se manifiesta también en gestos simbólicos que no pasan desapercibidos: el emérito no podrá pernoctar en el Palacio de la Zarzuela.
Aunque esté en Madrid y aunque fuese su residencia histórica durante décadas, se mantiene la orden de que no pase la noche en dependencias reales.
Una decisión que subraya la distancia que el entorno de Felipe VI quiere marcar con la etapa anterior, una etapa que sigue lastrada por polémicas personales, escándalos financieros y ahora también por un conflicto familiar expuesto de forma indirecta pero evidente.
La reina moderna y el rey del pasado: una ruptura anunciada.
La tensión provocada por las memorias del emérito no surge de la nada: es el último capítulo de una relación compleja entre Juan Carlos I y Letizia Ortiz que ha evolucionado desde la cautela inicial hasta un distanciamiento prácticamente estructural.
Cuando Letizia se comprometió con el entonces príncipe Felipe en 2003, su entrada en la familia real generó expectativas, pero también reservas.
La presencia de una periodista de fuerte carácter, con una visión marcada de la comunicación institucional y ajena a la tradición aristocrática, no encajaba del todo con el estilo del rey Juan Carlos.
Aunque en público la cordialidad era evidente, en Zarzuela se hablaba ya de diferencias de enfoque y de una convivencia marcada por un choque silencioso de generaciones y de formas de entender la monarquía.
Con el paso de los años, esas diferencias se hicieron más palpables.
La llegada de Letizia al trono en 2014 no sólo transformó su papel: modificó equilibrios internos.
La nueva reina buscó profesionalizar la Corona, reforzar la transparencia y limitar la exposición a escándalos que habían dañado gravemente a la institución durante la etapa final del reinado de Juan Carlos.
Esa voluntad de renovación chocaba con un emérito que aún ejercía influencia simbólica y que veía cómo su legado quedaba ensombrecido por una nueva etapa que pretendía marcar distancias con él.
A ello se sumó un factor delicado: Letizia llegó a sospechar que algunas filtraciones sobre asuntos personales —desde tensiones familiares hasta detalles íntimos— procedían del entorno del emérito. Aunque nunca se confirmó, la sola sospecha contribuyó a erosionar aún más una relación ya frágil.
El punto de no retorno llegó con las memorias de Juan Carlos I, donde por primera vez aborda de forma directa su mala relación con Letizia.
El emérito asegura que la reina “no contribuyó a la cohesión familiar” y reconoce un “desacuerdo personal” entre ambos.
La brecha entre ambos, que hasta ahora se intentaba mantener dentro del ámbito privado, quedó expuesta sin matices.
En este contexto, la ausencia del emérito en los actos oficiales, el veto a cualquier fotografía conjunta y la frialdad institucional que rodea estos días a Zarzuela no son meras decisiones protocolarias: son el reflejo de una disputa de fondo sobre qué monarquía quiere proyectar España en su 50º aniversario democrático.
Y, de forma inevitable, la relación personal y política entre Juan Carlos I y Letizia se ha convertido en una clave fundamental para entender esa narrativa en tensión.
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