¡BRUTAL! RUFIÁN DESTROZA a SÁNCHEZ y DESMONTA sus MENTIRAS sobre la ECONOMÍA!.

 

 

 

En el Congreso de los Diputados, diciembre de 2025, la escena es digna de una película tragicómica que, si no fuera porque afecta el bolsillo de todos los españoles, podría arrancar una sonrisa irónica al más escéptico.

 

 

Madrid, con su frío cortante de invierno, contrasta con el ambiente caldeado que se respira en el hemiciclo: la última sesión de control del año, donde los diputados parecen más ansiosos por el timbre de salida que por los debates de fondo.

 

 

Es ese clima de víspera navideña, mezcla de cansancio y nerviosismo, donde la política se convierte en teatro y la realidad espera paciente en la puerta, confiscada junto a los mecheros y las botellas de agua.

 

 

Pedro Sánchez, presidente del Gobierno, entra en escena con la seguridad de quien domina el guion.

 

 

Su andar, mezcla de modelo de pasarela y ejecutivo triunfador, refleja la confianza de un líder que se sabe respaldado por los datos macroeconómicos.

 

 

No camina, levita sobre una alfombra de estadísticas, gráficos de Excel y flechas verdes que apuntan hacia arriba.

 

 

Su discurso, milimétricamente calculado, es una oda al optimismo: España, dice, es la locomotora de Europa, la envidia de sus vecinos, el país que más ha recuperado el poder adquisitivo tras los años de crisis.

 

 

Los datos cuadran, el PIB crece, el déficit se contiene y el empleo se dispara. Si uno se deja llevar por la retórica presidencial, podría pensar que la prosperidad ha llegado para quedarse y que el aceite de oliva vuelve a ser un ingrediente común y no un lujo reservado para ocasiones especiales.

 

 

Pero entonces, en el momento en que la bancada socialista estalla en aplausos y el relato gubernamental parece imbatible, aparece el contrapunto: Gabriel Rufián, portavoz de Esquerra Republicana de Cataluña (ERC), con su estilo inconfundible de indignación contenida y sarcasmo afilado.

 

 

No sube al estrado con gráficos ni con la sonrisa del que ha ganado la lotería.

 

 

Rufián sube con la mirada de quien acaba de hacer la compra y ha dejado medio sueldo en cuatro bolsas que, para colmo, se han roto por el camino.

 

 

Su intervención es la de quien viene a ejercer de espejo, a pinchar el globo de la euforia con una aguja de realidad cotidiana.

 

 

Rufián propone una tregua de dos minutos de realidad. Es una invitación envenenada: olvídese de los rankings, le dice a Sánchez, baje usted al barro.

 

 

Y suelta la frase que desmonta el castillo de naipes macroeconómico: “A la gente no le da, no le llega”.

 

 

 

Cinco palabras que pesan más que mil informes del Ministerio de Economía. En ese instante, Rufián se convierte en la voz de la señora que cuenta monedas para comprar fruta, del joven que comparte piso porque el alquiler se come la nómina, del padre que cambia la marca de leche porque la de siempre ha subido veinte céntimos.

 

 

La bancada socialista se tensa, la sonrisa de Sánchez se congela y el hemiciclo contiene el aliento.

 

 

La intervención de Rufián es quirúrgica. Se burla de la gestión de un gobierno que presume de ser el más progresista de la historia, pero que permite que el mercado especule con lo más sagrado: la comida.

 

 

“La gente no come rankings”, le espeta, mientras Sánchez intenta mantener el tipo.

 

 

Es la imagen potente del presidente hablando de abstracciones gloriosas y el diputado recordándole que el estómago no entiende de producto interior bruto.

 

 

Rufián humilla la retórica triunfalista del gobierno con hechos, exigiendo que se saque la comida del mercado especulativo, igual que debería hacerse con la vivienda.

 

 

Topar los precios de los alimentos, crear distribuidoras públicas: si son tan de izquierdas, dejen de comportarse como contables y empiecen a gobernar para la gente.

 

 

La mofa reside en la contradicción: presumir de escudo social mientras los precios de los alimentos básicos se comportan como bitcoins en plena burbuja.

 

 

Rufián no solo pide medidas económicas, sino que hace un análisis político que tiene mucho de profecía y bastante de amenaza velada. Con ese tono de “te lo digo por tu bien”, advierte a Sánchez sobre lo que realmente puede sacarle de la Moncloa.

 

 

Y no es la corrupción ni los escándalos, ni las tramas oscuras que llenan las portadas de la prensa conservadora. Es la realidad cotidiana, la microeconomía que se convierte en película de terror para millones de españoles.

 

 

Rufián desmonta la narrativa del éxito con la narrativa de la supervivencia.

 

 

Se burla de la desconexión de un equipo de gobierno que parece vivir en una burbuja insonorizada. “Ustedes presumen de datos macro, pero la microeconomía es una película de terror”, parece decirle entre líneas.

 

 

Le recuerda que quien se quiera hacer rico que no lo haga ni con casas ni con comida. Es la voz del bar, de la cola del paro, de la calle.

 

 

Sánchez, político hábil y superviviente nato, encaja el golpe e intenta responder con el guion preestablecido, hablando de reducción de desigualdad y trabajo por hacer. Pero la respuesta suena hueca ante la contundencia de la tregua de realidad.

 

 

El choque es evidente: el político que gestiona estadísticas frente al político que gestiona el cabreo ciudadano.

 

 

El gobierno saca pecho porque el barco flota y navega rápido, mientras los socios críticos gritan que los pasajeros de tercera clase se ahogan porque el precio del flotador se ha triplicado. Rufián actúa como el bufón de la corte, el único autorizado a decirle al rey que va desnudo, o en este caso, que el rey va vestido de Armani pero el pueblo va en taparrabos económicos.

 

 

La gestión del país bajo la lupa de Rufián se convierte en meme: expectativa, España locomotora de Europa; realidad, no me llega para el aceite de girasol.

 

 

En esa grieta entre expectativa y realidad, Rufián mete el dedo y lo retuerce, sabiendo que cada frase suya es un clip viral en potencia, pero también una verdad incómoda que Sánchez tendrá que digerir lejos de los aplausos de su grupo parlamentario.

 

 

La imagen de un Sánchez triunfal queda manchada por la pintura de realismo sucio que le ha lanzado el portavoz independentista.

 

 

El debate ya no es sobre lo bien que lo hace el gobierno, sino sobre lo mal que lo pasa la gente. La sesión de control se transforma en una sesión de terapia de choque.

 

 

Mientras Sánchez intenta volver a su discurso de estadista internacional, la frase “A la gente no le da” sigue flotando en el aire del Congreso como una nube negra.

 

 

Es el recordatorio persistente de que la economía no son números, son personas.

 

 

Por mucho que el gobierno pinte un paisaje de primavera, para muchos españoles sigue siendo un invierno largo, frío y caro.

 

 

Rufián, con su estilo provocador, ha puesto el dedo en la llaga, ha expuesto las verdades a medias de la economía oficialista y ha dejado claro que lo que tumba gobiernos no son las mociones de censura, sino el precio de la cesta de la compra.

 

 

La atmósfera se espesa, se vuelve casi masticable, mezcla de incomodidad y vergüenza ajena.

 

 

Los detalles cuentan la verdadera historia: la vicepresidenta y ministra de Hacienda, María Jesús Montero, deja de asentir y mira sus papeles con interés repentino; Yolanda Díaz ajusta su postura, visiblemente incómoda, sabiendo que Rufián le está robando la cartera del discurso social; Sánchez mantiene la mandíbula apretada, las manos entrelazadas, los nudillos blancos.

 

 

No es miedo, es frustración: la del arquitecto que ha diseñado un rascacielos perfecto sobre el plano y viene el albañil a decirle que los cimientos se hunden.

 

 

La humillación reside en que Sánchez sabe que los datos son ciertos, que el PIB crece, que el empleo aumenta, pero también sabe que esos datos ya no significan lo mismo que hace veinte años.

 

 

Antes, tener trabajo significaba tener vida; hoy, tener trabajo a veces solo significa ser un pobre con horario de oficina. Esa es la brecha, el abismo que Rufián señala, convirtiendo la estadística en papel mojado.

 

 

Rufián no suelta la presa, se regodea en el silencio provocado, baja el tono, adopta una cadencia pastoral de confesor que te riñe por tus pecados.

 

 

Habla del precio del alquiler, de la imposibilidad de emancipación, ridiculiza la obsesión de Sánchez por las cifras macroeconómicas.

 

 

Es como si el presidente presumiera de que el coche corre a 200 km/h y Rufián le recordara que va sin frenos y directo hacia un muro.

 

 

El sarcasmo de Rufián alcanza su cenit cuando aborda la gestión del equipo de gobierno.

 

 

No ataca a los ministros individualmente, ataca la burbuja monclovita, esa sensación de que el Consejo de Ministros se celebra en una estación espacial orbitando la Tierra.

 

 

Se burla de las campañas de publicidad institucional, de los lemas pegadizos que chocan con la cuenta corriente retrocediendo de la ciudadanía.

 

 

Le recuerda a Sánchez que la paciencia de la gente es un recurso finito, más escaso que el gas natural y mucho más volátil.

 

 

La derecha observa la escena con satisfacción y perplejidad: Rufián les hace el trabajo sucio, pero con argumentos que ellos no pueden usar. La pinza surrealista donde los extremos se tocan en el diagnóstico de que el ciudadano medio está enfermo de precariedad.

 

 

Sánchez, en el centro del fuego cruzado, parece cada vez más pequeño, despojado de su aura de invencibilidad.

 

 

 

La buena marcha de la economía se desmorona no por datos falsos, sino porque la percepción de la realidad es más fuerte que cualquier cifra auditada.

 

 

Rufián cierra su intervención volviendo a la alimentación, el tema más básico, ridiculizando las excusas universales sobre la sequía o la guerra en Ucrania.

 

 

“¿Hasta cuándo van a culpar a Putin del precio de las lentejas?”, lanza, exigiendo intervencionismo real, menos powerpoints y más topar precios.

 

 

El aire en el Congreso está cargado de electricidad estática. No ha habido insultos gruesos ni gritos de taberna, pero la violencia política ha sido brutal: la violencia de la verdad desnuda contra la verdad vestida de gala.

 

 

Rufián ha desnudado al rey y ahora todos en la sala miran las vergüenzas de una recuperación económica que para mucha gente es solo un rumor, una leyenda.

 

 

La tragedia de la política moderna se cristaliza en el silencio denso, la distancia infinita entre el país oficial y el país real.

 

 

Lo que acaba de verse en el Congreso es el choque entre un vendedor de enciclopedias motivadísimo y el vecino que sabe que Wikipedia es gratis.

 

 

Sánchez ha salido en modo lobo de Wall Street intentando vender un paraíso financiero, mientras la realidad de la calle recuerda que la economía es el susto al comprar aceite, el negociar con un cártel para aliñar una ensalada.

 

 

La genialidad cómica y trágica de Rufián ha sido decirle a Sánchez que la prosperidad no se mide en PowerPoints, sino en la capacidad de llegar a fin de mes.

 

 

El presidente vive en Matrix, se ha tomado la pastilla azul, la del PSOE, y vive en una simulación donde el alquiler es barato y la gente brinda con champán.

 

 

Rufián, en cambio, es el Morfeo de Santa Coloma que ofrece la pastilla roja: la dolorosa verdad de que, aunque el PIB suba, muchos siguen comiendo pasta con tomate cuatro días a la semana.

 

 

En resumen, Rufián ha desmontado la manía de confundir el mapa con el territorio.

 

 

Sánchez enseña el mapa de una isla del tesoro, pero cuando se llega allí solo hay arena y cocos carísimos.

 

 

El presidente presume de ser el más guapo de la clase, la economía que más crece, pero la gente no llega a fin de mes.

 

Es como el capitán del Titanic celebrando la velocidad de los motores mientras el barco se hunde.

 

 

Rufián ha sido el tipo que le ha tocado el hombro y le ha dicho: “Capitán, que el agua nos llega por las rodillas y el violista se ha ahogado”.

 

 

Esa disonancia, ese “te digo que llueve cuando me estás meando encima”, es lo que Rufián ha calificado de humillante.

 

 

Porque al final, lo que más cabrea no es ser pobre, es que te traten de tonto diciéndote que eres rico.

 

 

Así, en ese instante de tensión parlamentaria, la política española revela su esencia: la distancia entre el relato oficial y la realidad cotidiana, la brecha entre el país de los datos y el país de las personas.

 

 

Y en ese espacio, la voz de Rufián resuena como un recordatorio incómodo de que los gobiernos no caen por estadísticas, sino por la incapacidad de responder a las necesidades reales de la gente.