El juez José Castro sorprende a algunos al explicar por qué la condena al Fiscal General del Estado está “currada”: lo señala perfectamente.
“Ha dado una sentencia hábilmente y profusamente argumentada”.

La reciente sentencia del Tribunal Supremo que condena al exfiscal general del Estado, Jaime García Ortiz, ha abierto un debate profundo sobre la calidad, la motivación y la legitimidad de las resoluciones judiciales en los casos de máxima relevancia institucional.
El magistrado José Castro, conocido por su instrucción en causas de gran repercusión como el caso Nóos y el proceso contra Jaume Matas, ha analizado públicamente la resolución del Supremo, poniendo el foco en sus contradicciones internas, la construcción argumental y la forma en que la justicia española afronta los límites de la duda razonable.
Castro, en su intervención en La Sexta Xplica, no escatimó en calificativos: “La sentencia… tendríamos que decir que el señor Martínez Arrieta se lo ha currado”.
Con esta expresión, el juez reconoce el rigor formal y la profusión de argumentos que contiene el fallo, pero advierte sobre el riesgo de una sentencia que, partiendo de una decisión previamente tomada, enfatiza aquellos elementos que conducen a la condena y descarta los que podrían abocar a la absolución.
En sus palabras, “si tú tienes que argumentar una sentencia cuando ya sabes que el fallo necesariamente es condenatorio, tú enfatizas los argumentos, pones en el acento, en el centro de mira, aquellos argumentos que conduzcan a este resultado y por supuesto desprecias aquello que pueda abocar a un resultado adverso”.
El núcleo de la crítica de Castro reside en la naturaleza de la motivación judicial y en la función de la sentencia como instrumento de persuasión pública. Según el magistrado, la resolución del Supremo pretende convencer a la ciudadanía de que, entre las dos opciones posibles, la condena es la más racional y ajustada a derecho.
Sin embargo, Castro subraya que este esfuerzo argumentativo no convence ni a él ni a muchos juristas, quienes consideran que la duda razonable debe conducir a la absolución y no a la condena.
La sentencia del Supremo se fundamenta en dos hechos principales: la filtración y la difusión de una nota de prensa por parte de la Fiscalía General del Estado.
Castro señala que los cinco magistrados que firmaron el fallo han incurrido en “francas contradicciones”, especialmente porque, en el acto celebrado el 15 de octubre de 2024, declararon que “aparentemente no apreciaban divulgación indebida” en la nota de prensa emitida por García Ortiz.
El adverbio “aparentemente”, según Castro, no puede ser entendido como una reserva de valoración futura, ya que lo que se juzgaba era un documento concreto y sencillo, valorado por cinco magistrados experimentados.
Por tanto, sostiene que no cabía esperar sorpresas posteriores en la interpretación de los hechos.
El análisis de Castro se adentra en la función jurídica del término “aparentemente” y en la metodología de la investigación judicial.
“Los jueces no investigan delitos, investigan hechos que tienen apariencia de delitos, y según este auto del 15 de octubre, la difusión de la nota de prensa no aparentaba ninguna revelación de datos indebida”, afirma.
Sin embargo, la sentencia acaba condenando a García Ortiz por la revelación de secretos, pese a que, según Castro, no existe prueba directa de tal hecho.
Uno de los aspectos más preocupantes que destaca el magistrado es la redacción de los hechos probados en la propia sentencia condenatoria. Castro subraya que el texto judicial duda expresamente de si la filtración fue realizada por el fiscal o por otra persona, sin conocer el cauce exacto por el que se llevó a cabo.
“Un hecho probado de una sentencia condenatoria no puede contener esa dubitación”, insiste.
Para el juez, la presencia de una duda relevante en la construcción fáctica debería abocar necesariamente a una sentencia absolutoria, en aplicación del principio in dubio pro reo que rige en el derecho penal.
La sentencia, sin embargo, se basa en una serie de indicios que, a juicio de Castro, no son suficientes para fundamentar una condena.
Entre ellos, se menciona que García Ortiz borró el contenido de su móvil y que se negó a responder a las preguntas de la parte acusatoria.
Castro advierte que estas acciones constituyen derechos legítimos del acusado y que no pueden ser interpretadas como pruebas de culpabilidad. “Eso es un derecho legítimo del que no se puede deducir nada”, sentencia.
El debate abierto por Castro no es solo una cuestión técnica, sino que interpela directamente a la confianza ciudadana en la justicia y a la capacidad del sistema judicial para garantizar el derecho de defensa y la presunción de inocencia.
La condena de García Ortiz, en este contexto, se convierte en un caso paradigmático sobre cómo se construyen las sentencias en los procesos de alta tensión política e institucional, y sobre los riesgos de una justicia que, bajo presión mediática y social, puede verse tentada a reforzar sus argumentos en busca de legitimidad pública más que de verdad procesal.
La reflexión del magistrado también pone en cuestión la cultura judicial dominante en España, donde la motivación de las sentencias se convierte en un ejercicio de persuasión y de construcción narrativa, más que en una exposición objetiva y desapasionada de los hechos y del derecho aplicable.
Castro advierte sobre el peligro de que la argumentación judicial se convierta en una herramienta para justificar decisiones previamente adoptadas, en lugar de ser el resultado de un análisis imparcial y exhaustivo de las pruebas.
En el trasfondo de la polémica, emerge la cuestión de la independencia judicial y la relación entre el poder judicial y el resto de las instituciones del Estado.
El caso de García Ortiz, como antes el de otros altos cargos y magistrados, pone de manifiesto la fragilidad de los equilibrios institucionales y la dificultad de garantizar procesos verdaderamente justos en contextos de alta presión política.
La crítica de Castro, compartida por numerosos juristas, es una llamada de atención sobre la necesidad de reforzar las garantías procesales y de evitar que la justicia se convierta en un instrumento de ajuste de cuentas o de legitimación de decisiones políticas.
El debate sobre la sentencia del Supremo también ha reavivado la discusión sobre el papel de los medios de comunicación y la opinión pública en la formación de la cultura jurídica y en la valoración de las resoluciones judiciales.
Castro lamenta que la sentencia busque convencer a los ciudadanos de la racionalidad de la condena, cuando en realidad la duda razonable debería ser suficiente para absolver.
La presión mediática, la polarización política y el clima de desconfianza institucional pueden influir en la motivación judicial y en la percepción social de la justicia.
En última instancia, el caso García Ortiz y la crítica de Castro son un reflejo de los dilemas que enfrenta la justicia española en el siglo XXI.
La necesidad de garantizar sentencias sólidas, motivadas y respetuosas de los derechos fundamentales choca con la tentación de construir relatos persuasivos y de responder a las demandas sociales de castigo y ejemplaridad.
La duda razonable, el principio de presunción de inocencia y el derecho de defensa deben ser los pilares de cualquier sistema judicial democrático, pero la práctica cotidiana muestra que estos principios pueden verse erosionados por la lógica de la argumentación y la presión institucional.
La intervención de Castro, lejos de ser una mera crítica técnica, es una invitación a repensar el papel de la justicia en la sociedad española, a reforzar las garantías y a evitar la tentación de las sentencias “curradas” que, en su afán de convencer, pueden acabar sacrificando la verdad y la equidad.
La condena de García Ortiz es solo un ejemplo de los retos que enfrenta la justicia, pero también una oportunidad para abrir un debate serio y profundo sobre cómo construir un sistema judicial más justo, independiente y respetuoso de los derechos de todos.
En definitiva, la sentencia del Supremo y la crítica del juez Castro nos obligan a mirar más allá del caso concreto y a preguntarnos por el futuro de la justicia en España.
La duda razonable no es una debilidad, sino la esencia de una justicia verdaderamente democrática.
La sociedad, los juristas y las instituciones tienen el deber de preservar ese principio y de garantizar que ninguna sentencia, por muy “currada” que esté, pueda imponerse sobre la verdad y los derechos fundamentales.
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