Gabriel Rufián lanza por fin una nueva coalición de izquierdas para las generales.

 

 

El rumor corrió como la pólvora y durante unos minutos hizo creer a miles de personas que la izquierda española estaba a punto de dar un giro histórico.

 

 

Gabriel Rufián encabezando una gran coalición de izquierdas para las próximas elecciones generales, con el respaldo de Podemos, EH Bildu, BNG, Esquerra Republicana e Izquierda Unida, y con listas conjuntas en casi todas las circunscripciones.

 

 

Un proyecto ambicioso, transversal y, sobre todo, ilusionante para una parte del electorado progresista que lleva años reclamando unidad. Sin embargo, la euforia duró poco. Era 28 de diciembre, Día de los Inocentes, y la noticia no era real.

 

 

Pero lo verdaderamente relevante no fue la broma, sino la reacción. Porque durante esas horas quedó al descubierto una verdad incómoda: existe una parte importante de la izquierda que desea desesperadamente una alternativa sólida al PSOE y que percibe la actual fragmentación como una de las principales causas del avance del bloque conservador y de la extrema derecha en España.

 

 

 

La falsa noticia funcionó como un espejo. Reflejó tanto las aspiraciones como las frustraciones de un espacio político que, tras el ciclo de Unidas Podemos, la irrupción de Sumar y las sucesivas rupturas internas, atraviesa uno de sus momentos más delicados.

 

 

Hoy, la izquierda situada a la izquierda del PSOE aparece dividida, sin un liderazgo claro, sin un proyecto común reconocible y con resultados electorales cada vez más discretos en muchas comunidades autónomas.

 

 

La figura de Gabriel Rufián emergió en ese contexto casi como un símbolo. No porque exista, a día de hoy, un movimiento real para situarlo al frente de una candidatura estatal, sino porque muchos lo identifican como uno de los comunicadores más eficaces del espacio progresista.

 

 

Su capacidad oratoria en el Congreso, su tono directo y su habilidad para confrontar tanto con la derecha como con el propio PSOE le han otorgado un perfil que trasciende a Esquerra Republicana.

 

No es casualidad que, incluso en una noticia ficticia, su nombre resultara creíble como cabeza visible de una izquierda unida.

 

 

La reacción posterior a la broma dejó algo aún más claro: la izquierda alternativa vive atrapada entre el deseo de unidad y la realidad de los intereses partidistas. Cada formación defiende su marca, sus siglas y sus espacios de poder, incluso cuando los números demuestran que la fragmentación penaliza gravemente en el sistema electoral español.

 

El ejemplo de Aragón y, especialmente, el caso de Huesca en 2023 se han convertido en paradigmas de este problema.

 

 

En aquellas elecciones, varias candidaturas progresistas se presentaron por separado: Podemos, Izquierda Unida, Chunta Aragonesista, Cambiar Huesca y otras plataformas.

 

 

Sumadas, superaban holgadamente los votos obtenidos por Vox, que con poco más de 2.500 sufragios logró tres diputados gracias a la concentración del voto.

 

 

Las fuerzas de izquierda, en cambio, se quedaron sin representación pese a acumular más apoyos. Un escenario que se repite con frecuencia y que alimenta la sensación de oportunidad perdida.

 

 

Este tipo de resultados ha reforzado la percepción de que la izquierda no solo compite contra la derecha, sino también contra sí misma.

 

Y que, en muchos casos, el miedo a diluir identidades o perder protagonismo pesa más que la necesidad de construir una alternativa de gobierno.

 

Esa lógica explica por qué, en comunidades como Aragón, se anuncian de nuevo varias papeletas progresistas diferentes, pese a las lecciones recientes.

 

 

La comparación con Extremadura aparece de forma recurrente en este debate. Allí, la confluencia Unidas por Extremadura logró aumentar su representación parlamentaria, pasando de cuatro a siete diputados en el último ciclo electoral.

 

 

No es una cifra suficiente para gobernar, pero sí demuestra que la unidad, incluso parcial, tiene efectos tangibles. Para muchos militantes y votantes, este ejemplo evidencia que el problema no es ideológico, sino estratégico.

 

 

En paralelo, la experiencia de Sumar ha dejado un sabor agridulce.

 

El proyecto impulsado por Yolanda Díaz nació con la promesa de reagrupar a la izquierda y superar las dinámicas de confrontación interna.

 

Sin embargo, los resultados electorales y las tensiones con Podemos han debilitado esa narrativa.

 

Hoy, incluso dentro del propio espacio progresista, se reconoce que Sumar no ha logrado consolidarse como una herramienta de transformación duradera y que depende en gran medida del peso de Izquierda Unida y de la figura personal de Díaz.

 

 

Esta situación ha reabierto un debate de fondo: ¿es suficiente con ser socio menor del PSOE o es necesario construir una alternativa que aspire a superarlo? Para una parte creciente de la izquierda, la respuesta es clara.

 

 

Consideran que el PSOE ha demostrado límites estructurales, especialmente en políticas clave como la vivienda, donde los precios siguen disparados, el acceso al alquiler es cada vez más difícil y las medidas adoptadas resultan insuficientes o tardías.

 

 

La frustración se intensifica al observar el contexto internacional. El avance de la extrema derecha no es un fenómeno exclusivamente español.

 

En Europa, en América Latina y en otros lugares del mundo, fuerzas reaccionarias han sabido capitalizar el malestar social, el desencanto con las élites políticas y la sensación de inseguridad económica.

 

 

Frente a ese escenario, muchos votantes progresistas sienten que la división de la izquierda facilita el camino a sus adversarios.

 

 

El discurso que reclama una “izquierda transformadora, radical y unida” no surge del vacío.

 

Se apoya en datos electorales, en experiencias recientes y en una lectura estratégica del sistema político.

 

La idea de una coalición amplia que integre izquierdas estatales y periféricas —desde Esquerra Republicana hasta EH Bildu, pasando por Podemos, BNG, Adelante Andalucía o Izquierda Unida— responde a la convicción de que solo una alianza de ese calibre podría disputar de verdad el poder al PSOE y, al mismo tiempo, frenar al PP y a Vox.

 

 

Sin embargo, ese proyecto choca con múltiples obstáculos. Existen diferencias territoriales, prioridades distintas y, sobre todo, desconfianzas acumuladas durante años de rupturas y reproches mutuos.

 

 

La retórica del internacionalismo, de la unidad de los pueblos y de lo colectivo convive con una práctica política marcada por el cálculo a corto plazo y la defensa de cuotas de poder.

 

 

La broma del 28 de diciembre puso de relieve una contradicción profunda: se habla mucho de unidad, pero se avanza poco hacia ella.

 

Y mientras tanto, la derecha sigue creciendo en influencia institucional y cultural.

 

La sensación de “nos van a ganar por separado” se repite como un mantra entre activistas y analistas, pero no termina de traducirse en decisiones valientes.

 

 

La mención constante a Gabriel Rufián como posible referente no implica necesariamente que deba liderar ese hipotético proyecto.

 

Más bien simboliza la necesidad de un liderazgo claro, capaz de conectar con amplias capas de la sociedad y de confrontar sin complejos tanto con la derecha como con un PSOE percibido como acomodado. La cuestión central no es el nombre, sino la voluntad política.

 

 

En este contexto, el papel de las izquierdas periféricas adquiere una relevancia especial.

 

Cataluña y Euskadi han sido, históricamente, diques de contención frente al avance de la extrema derecha.

 

El antifascismo arraigado en estos territorios ha permitido frenar opciones como Vox, que han obtenido resultados mucho más modestos allí que en otras zonas del Estado.

 

Para algunos sectores de la izquierda, reconocer y respetar ese papel es clave para construir una alianza sólida y honesta.

 

 

La pregunta que sobrevuela todo este debate es incómoda pero inevitable: ¿quiere realmente la izquierda española gobernar o se conforma con resistir? Resistir al bipartidismo, resistir a la derecha, resistir desde los márgenes.

 

Cada vez más voces expresan cansancio ante esa lógica defensiva y reclaman un proyecto ofensivo, capaz de ilusionar y de ofrecer soluciones concretas y urgentes, especialmente en materias como vivienda, empleo y servicios públicos.

 

 

La falsa noticia de una gran coalición liderada por Rufián no cambió el panorama político, pero sí dejó al descubierto una necesidad real.

 

La unidad de la izquierda no es solo un eslogan, sino una condición casi imprescindible para alterar el equilibrio de fuerzas en un sistema electoral que penaliza la dispersión.

 

Mientras esa unidad no se materialice, el riesgo de seguir perdiendo oportunidades seguirá siendo alto.

 

 

El 28 de diciembre pasó, la broma se desveló y la realidad volvió a imponerse. Pero la reflexión permanece.

 

La izquierda española enfrenta una encrucijada histórica: seguir fragmentada, con proyectos parciales y resultados limitados, o asumir el coste político de la unidad para intentar cambiar de verdad el rumbo del país.

 

El tiempo, y las próximas elecciones, dirán si esta vez la lección se aprende o si, una vez más, la historia se repite.