Destrozan EGO Sánchez al DESMONTAR su MAYOR MENTIRA! Acaba PERTURBADO en RIDÍCULO ÉPICO Congreso.

 

 

 

 

 

 

 

La democracia parlamentaria española se encuentra en una encrucijada. La figura de Pedro Sánchez, presidente del Gobierno, se ha convertido en el epicentro de un debate nacional sobre el futuro de las instituciones, el papel del Parlamento y la calidad del sistema democrático.

 

 

A lo largo de siete años en el poder, Sánchez ha sido objeto de críticas intensas por parte de la oposición y de sectores sociales que cuestionan su forma de gobernar, su relación con las Cortes Generales y su capacidad para responder a los retos que enfrenta el país.

 

 

 

El trasfondo de esta situación no es únicamente político; es también institucional y cultural.

 

 

El modelo de gobierno que Sánchez ha consolidado desafía las prácticas habituales de la democracia parlamentaria, generando preguntas sobre la resiliencia de las instituciones y la legitimidad de los procesos.

 

 

Este artículo se adentra en las claves de la controversia, analizando los hechos, las declaraciones y los contextos que han marcado la relación del presidente con el Parlamento y, por extensión, con la sociedad española.

 

 

Uno de los puntos más recurrentes en la crítica a Sánchez es su incapacidad para presentar y aprobar los Presupuestos Generales del Estado con regularidad.

 

 

En siete años, solo tres presupuestos han visto la luz, un dato que contrasta con las declaraciones del propio presidente en 2018, cuando afirmaba que “un gobierno sin presupuestos no puede gobernar”.

 

 

La prórroga presupuestaria, según Sánchez entonces, era sinónimo de prorrogar los problemas de la ciudadanía.

 

 

Hoy, esa realidad parece haberse invertido, y la gestión económica del Ejecutivo se apoya más en la inercia que en la planificación.

 

 

La alternativa encontrada ha sido el uso intensivo de los decretos leyes. Sánchez ha superado todos los registros históricos, convirtiéndose en el presidente que más ha recurrido a esta figura, incluso aprobando más decretos que leyes ordinarias.

 

 

 

Este fenómeno no es menor: supone una alteración del equilibrio institucional, desplazando el debate y la negociación parlamentaria en favor de decisiones ejecutivas rápidas y, en ocasiones, poco debatidas.

 

 

El contraste con sus propias palabras dirigidas a Mariano Rajoy, cuando prometía limitar el uso de los decretos, evidencia una transformación en la concepción del poder y en la forma de ejercerlo.

 

 

La resistencia a someterse al control parlamentario ha sido otra constante.

 

 

En siete años, solo se ha celebrado un debate de política general sobre el estado de la nación, un formato considerado esencial para la rendición de cuentas y la transparencia democrática.

 

 

Sánchez, que antes de llegar a la presidencia aseguraba que gobernaría “con el Parlamento, no contra él”, ha optado por una relación distante, acudiendo a la Cámara principalmente por obligación legal, tras Consejos Europeos o para solicitar prórrogas de estados de alarma.

 

 

Las comparecencias voluntarias han sido excepcionales, lo que refuerza la percepción de un Ejecutivo replegado sobre sí mismo.

 

 

La oposición, especialmente el Partido Popular, interpreta estos hechos como muestras de desprecio a la democracia parlamentaria y de una tendencia natural al autoritarismo.

 

 

 

Pero el análisis profundo revela matices que merecen ser explorados. La debilidad política de Sánchez, derivada de la fragmentación parlamentaria y de la necesidad de pactos complejos para mantener la mayoría, puede explicar en parte su estrategia de evitar la exposición al debate y al control de los grupos parlamentarios.

 

 

La política española atraviesa una fase de gran volatilidad, donde la alternancia y la estabilidad son difíciles de garantizar.

 

 

Sin embargo, la erosión institucional va más allá de la coyuntura política. La percepción de que el Parlamento ha perdido protagonismo, que la alternancia se dificulta y que el control de la prensa y el poder judicial están bajo presión, alimenta la idea de una crisis democrática sin precedentes.

 

 

El uso de normas arbitrarias, como la rebaja de la malversación, la ley de amnistía o la llamada “ley Begoña”, se interpreta desde la oposición como intentos de blindar la impunidad del entorno político y familiar del presidente, así como de imponer censura a los medios de comunicación.

 

 

En este contexto, la defensa del Estado de Derecho se convierte en un campo de batalla ideológico.

 

 

La alternancia, la independencia judicial y la libertad de prensa son presentadas como valores en peligro, mientras el gobierno justifica sus decisiones en la necesidad de estabilidad y gobernabilidad.

 

 

El choque entre ambas visiones genera un clima de crispación que se traslada a la sociedad, polarizándola y dificultando el consenso.

 

 

España, según la oposición, vive una “anomalía democrática”. La falta de programa de gobierno, la ausencia de presupuestos, la división interna del Ejecutivo y la incapacidad para dar respuestas a los problemas estructurales del país configuran una imagen de desgobierno.

 

 

El estado de la fiscalidad, la política de vivienda, la educación, la sanidad, la justicia, la inmigración y el futuro de los jóvenes son presentados como ámbitos donde el gobierno ha fallado en su deber de rendir cuentas y de ofrecer soluciones.

 

 

 

El Parlamento, tradicionalmente la “casa de la palabra”, se ve desplazado por una dinámica ejecutiva que prioriza la rapidez sobre el debate.

 

 

La celebración anual del debate de política general, práctica habitual en los países de nuestro entorno y en los parlamentos autonómicos, se ha convertido en una reivindicación de la oposición para recuperar la normalidad democrática.

 

 

Sánchez, en 2021, reconocía que el debate era “bueno para que España recupere la normalidad democrática”, pero desde entonces solo se ha celebrado una vez.

 

 

La consecuencia es un vacío de interlocución entre el gobierno y la sociedad, donde las propuestas de resolución y los programas políticos se diluyen en la falta de diálogo.

 

 

 

La investidura, lejos de ser un acto de normalidad democrática, se ha vivido como una transacción política, donde la impunidad se negocia a cambio de poder y donde los pactos aplazados continúan venciendo, afectando competencias exclusivas, expulsión de la Guardia Civil, control de fronteras y quitas de deuda.

 

 

La situación actual adquiere una dimensión histórica. España, como el resto de Europa, se enfrenta a grandes cambios, donde posiciones tradicionalmente inalterables son cuestionadas.

 

 

El país tiene la oportunidad de participar de manera activa y determinante en las decisiones internacionales que configuran el futuro de Europa.

 

 

En este momento crucial, la exigencia de debate y de respuestas claras por parte del presidente se vuelve imprescindible.

 

 

El Partido Popular, y otros sectores críticos, insisten en la necesidad de recuperar la capacidad de diálogo y de propuesta.

 

 

La confianza en la nación para afrontar los retos depende, en gran medida, de la existencia de un gobierno capaz, con un programa claro y orientado al interés general, no a los intereses personales, familiares o partidistas de sus dirigentes.

 

 

La demanda de gobernantes preparados, de equipos sólidos y de transparencia en la gestión es el eje sobre el que se articula la crítica y la esperanza de cambio.

 

 

El modelo de gobierno basado en la resistencia, la improvisación y la búsqueda de apoyos coyunturales para sostener a un presidente tambaleante genera incertidumbre y desafección.

 

 

La ciudadanía reclama un gobierno dispuesto a debatir, exponer sus planes y recibir propuestas, en un ejercicio de humildad democrática que parece cada vez más lejano.

 

 

El debate sobre la fiscalización parlamentaria no es nuevo, pero adquiere una relevancia especial en el contexto actual.

 

 

El Parlamento, reflejo de la soberanía nacional, es el espacio donde se contrastan ideas y programas, donde la política se ejerce con seriedad y donde la legitimidad democrática se construye día a día.

 

 

La recuperación de la normalidad pasa por devolver al Congreso su papel central, por retomar las buenas costumbres de debate y por fortalecer el sistema democrático frente a las tentaciones autoritarias.

 

 

La ausencia de debates de política general, la escasez de comparecencias voluntarias y el abuso de los decretos leyes son síntomas de una transformación que puede tener consecuencias profundas.

 

 

La democracia parlamentaria no es solo un conjunto de reglas; es una cultura política basada en el diálogo, la rendición de cuentas y el respeto a las minorías.

 

 

Cuando estos principios se ven amenazados, el riesgo de erosión institucional y de pérdida de legitimidad es real.

 

 

La pregunta que subyace a todo el debate es si España está viviendo una crisis del parlamentarismo o una consolidación del presidencialismo. Sánchez, con su estilo de gobierno, ha puesto en cuestión el equilibrio entre poderes, reforzando el papel del Ejecutivo en detrimento del Legislativo.

 

 

Esta tendencia, observable también en otros países europeos, plantea desafíos sobre la calidad de la democracia y la capacidad de las instituciones para adaptarse a los cambios sociales y políticos.

 

 

El regreso al parlamentarismo, defendido por la oposición, implica recuperar el debate, la transparencia y la participación ciudadana. La consolidación del presidencialismo, por el contrario, puede ofrecer estabilidad en tiempos de volatilidad, pero a costa de reducir el espacio para el control y la crítica.

 

 

El futuro de la democracia española depende de la capacidad para encontrar un equilibrio entre ambos modelos, evitando los excesos y garantizando la pluralidad.

 

 

En este escenario, la sociedad civil y la prensa juegan un papel fundamental.

 

 

La vigilancia del poder, la denuncia de los abusos y la promoción del debate público son funciones esenciales para preservar la democracia.

 

 

La tentativa de controlar la prensa libre, de imponer censura o de desprestigiar a los medios críticos son señales preocupantes que deben ser combatidas con firmeza.

 

 

La ciudadanía, cada vez más informada y exigente, reclama transparencia, participación y respeto a los derechos fundamentales.

 

 

El descrédito de las instituciones, la polarización y la crispación política solo pueden ser superados con un esfuerzo colectivo por recuperar la confianza y fortalecer el tejido democrático.

 

 

El balance de siete años de gobierno de Pedro Sánchez ofrece luces y sombras.

 

 

La transformación del modelo de relación entre el Ejecutivo y el Parlamento ha generado debate, polarización y, en algunos casos, desafección.

 

 

Sin embargo, también abre la puerta a una reflexión profunda sobre el futuro de la democracia española, sobre la necesidad de adaptar las instituciones a los nuevos retos y sobre la importancia de preservar los valores fundamentales del Estado de Derecho.

 

 

La exigencia de más Parlamento y más democracia, de rendición de cuentas y de transparencia, es hoy más urgente que nunca.

 

 

España tiene la oportunidad de liderar una renovación democrática, de consolidar un modelo plural y participativo, y de recuperar la confianza de la ciudadanía.

 

 

El camino no es fácil, pero la historia enseña que las crisis pueden ser también momentos de transformación y de avance.

 

 

Como dijo Feijóo, “sométase a las cortes o sométase a las urnas”. La decisión está en manos de los representantes y, en última instancia, de la sociedad.

 

 

El futuro de la democracia española dependerá de la capacidad para aprender de los errores, corregir las desviaciones y construir un proyecto común basado en el respeto, el diálogo y la justicia.