¡JAQUE MATE MEDIÁTICO! RUFIÁN DESMONTA el CIRCO de la DERECHA.

 

 

 

 

 

 

La mentira como industria y el poder como deber: crónica de una democracia sitiada por bulos, hipocresía y miedo.

 

 

 

En la España contemporánea, el Parlamento se ha convertido no solo en el escenario de los grandes debates nacionales, sino también en el espejo de las contradicciones, los silencios y las estrategias de una clase política que, demasiado a menudo, parece más preocupada por sobrevivir que por transformar.

 

 

 

La intervención reciente de Gabriel Rufián en el Congreso, cargada de ironía y hartazgo, es el retrato fiel de un país donde la mentira se ha profesionalizado, la extrema derecha marca agenda y el poder, lejos de ser herramienta de cambio, se convierte en refugio frente al avance de lo podrido.

 

 

Rufián entra al pleno con la mirada de quien sabe que la tormenta no está solo fuera, sino también dentro de las instituciones.

 

 

Apenas han pasado treinta segundos y ya ha dibujado la escena: Feijóo y Abascal, líderes de la oposición, ausentes como si el debate democrático fuera un ventorro, mientras los suyos replican acusaciones que nadie sostiene de frente.

 

 

No es casualidad: el ausentismo, la evasión y la falta de coraje para el debate directo son síntomas de una política que ha hecho del cálculo su única brújula.

 

 

Pero Rufián no viene solo a responder, viene a desnudar. Señala la contradicción brutal del PP: proteger a Mazón, presidente valenciano, mientras exige al gobierno central que declare una emergencia nacional que, según ellos, jamás debió depender de “un incapaz”.

 

 

Lo hace con precisión quirúrgica, desmontando en una frase lo que otros inflan durante semanas.

 

 

La política, en manos de los grandes partidos, se ha convertido en un ejercicio de hipocresía, donde se pide y se niega a la vez, donde se defiende lo indefendible y se exige lo imposible.

 

El debate cambia de ritmo y Rufián aborda el fenómeno de los bulos, pero no como anécdotas, sino como una industria.

 

 

Recuerda el mítico bulo de Ricky Martin en “Sorpresa, Sorpresa”, ese rumor que durante meses fue casi inofensivo y que, pese a su falsedad, mucha gente juraba haber visto.

 

 

Pero la diferencia hoy es abismal: la mentira ya no es un error, es un negocio político.

 

 

Los bulos han dejado de ser historias simpáticas para convertirse en armas de destrucción masiva, alimentadas por tertulias, redes sociales y altavoces de la extrema derecha.

 

 

La industria de la mentira, advierte Rufián, se ha sofisticado. Ya no basta con que la falsedad corra por la televisión; ahora almorzamos, comemos y cenamos bulos en nuestros móviles, en canales de Telegram con miles de seguidores que aseguran que lo falso es cierto.

 

 

Y lo más inquietante: mucha gente, sabiendo que son mentiras, decide creerlas.

 

 

El sentimiento ha superado a la verdad, las ganas de creerse una historia pesan más que los datos o la certeza.

 

Así nace la posverdad, el reino de la emoción por encima del hecho, donde la realidad se construye a medida de los deseos y los miedos.

 

 

La transformación del ecosistema mediático es clave. Rufián denuncia que la realidad ya no la explican periodistas como Balvin o Carlos Llamas, sino presentadores de programas de entretenimiento como Pablo Motos o Iker Jiménez.

 

 

 

La frontera entre información y espectáculo se ha borrado, y con ella la capacidad de distinguir entre verdad y mentira.

 

 

Si hoy alguien en el Congreso afirmara que la Tierra es plana, que las vacunas contienen chips, que los inmigrantes comen gatos, que el cambio climático es un invento, habría quien lo creería, quien lo compartiría y quien lo defendería en redes y tertulias.

 

 

 

Este fenómeno no es exclusivo de España. En Estados Unidos, el auge de las fake news y la polarización política han convertido la mentira en herramienta electoral.

 

 

En Brasil, el negacionismo de Bolsonaro frente a la pandemia costó miles de vidas.

 

 

En Francia, Italia y otras democracias europeas, la extrema derecha avanza de la mano de teorías conspirativas, bulos y relatos emocionales que movilizan el voto del miedo y la indignación.

 

 

Pero la denuncia de Rufián va más allá del diagnóstico. Señala la complicidad de los medios y el periodismo equidistante, que equipara verdad y mentira, que transforma el debate sobre el cambio climático, las vacunas o la inmigración en rifirrafes sin fondo, donde todo vale y nada importa.

 

 

Cada vez que el periodismo titula “pleno bronco”, “debate polémico”, sin desmontar las falsedades, acerca a la derecha y la extrema derecha un centímetro más al poder.

 

 

La responsabilidad de quien informa es tan grande como la de quien gobierna; la indiferencia, la distancia y la neutralidad ante la mentira son formas de complicidad.

 

 

En este contexto, la maquinaria mediática y política de la extrema derecha se vuelve imparable.

 

 

Mazón, por ejemplo, puede cargarse el tope salarial, aumentar los sueldos de militares contratados y repartir dinero a empresas vinculadas a la Gürtel porque tiene detrás una estructura mediática, política y judicial que legitima sus decisiones.

 

 

El safari fascista, como lo llama Rufián, ha terminado en Valencia; lo que queda es el Estado trabajando para los intereses de unos pocos.

 

 

La pregunta que flota en el aire es demoledora: ¿para qué está el gobierno? El tiempo que les queda, advierte Rufián, deberían dedicarlo a cambiar realmente las cosas, no a maquillarlas.

 

 

La inacción, el miedo al conflicto, la tentación de la supervivencia política han hecho que el gobierno reaccione tarde, cuando otros ya han avanzado sin pudor.

 

 

El ejemplo de la moción de censura mendigada por el PP, la incapacidad de algunos para digerir a Vox como socio, la normalización de bulos judiciales y mediáticos, todo es síntoma de una democracia que se defiende mal y tarde.

 

 

Rufián no exime de responsabilidad al PSOE ni al gobierno.

 

 

Recuerda que durante mucho tiempo, cuando el independentismo y Unidas Podemos advertían del peligro, el PSOE respondía con la confianza ciega en una democracia “plenísima”, sin carencias.

 

 

Pero la realidad ha demostrado que los jueces no son inmunes al fascismo ni al clasismo, que la justicia puede ser utilizada como arma política y que el poder judicial, lejos de ser neutral, puede convertirse en actor de la confrontación.

 

 

La autocrítica es dura. Si en España hubiera más jueces que se hubieran esforzado desde abajo, trabajando en supermercados para pagar sus estudios, quizá no habría empresarios murcianos implicados en escándalos que siguen en la calle.

 

 

La falta de diversidad social en la judicatura perpetúa la impunidad de los poderosos y dificulta el acceso a la justicia para los vulnerables.

 

 

 

El caso Bárcenas es paradigmático: un empresario corrupto, encarcelado por riesgo de fuga, declara en otra causa sin pruebas y es liberado sin que nadie se escandalice.

 

 

El jefe de gabinete de una presidenta autonómica adelanta decisiones judiciales en Twitter bajo el lema “palante”, y todo parece normal.

 

 

La normalización de la mentira, la corrupción y el abuso de poder es el síntoma más grave de una democracia que ha perdido el sentido de la urgencia y la responsabilidad.

 

 

La intervención de Rufián culmina con una advertencia que pesa más que cualquier aplauso: “Sean valientes porque esta gente les pasará por encima igual”.

 

 

No es un eslogan, es un diagnóstico, un aviso para un gobierno que, demasiado a menudo, ha reaccionado tarde mientras otros avanzaban sin pudor.

 

 

La reflexión final queda flotando en el aire del pleno: ¿de qué sirve llegar al poder si no se usa para cambiar de verdad lo que está podrido?

 

 

Esta pregunta interpela no solo a los gobernantes, sino a toda la sociedad. El poder, si no sirve para transformar, es inútil.

 

 

La democracia, si no se defiende con coraje, es vulnerable. La verdad, si no se protege, desaparece. La mentira, si se convierte en industria, destruye los cimientos de la convivencia y la confianza.

 

 

La España de hoy vive en la paradoja de tener instituciones fuertes y al mismo tiempo frágiles, de contar con una prensa plural pero cada vez más polarizada, de tener una sociedad civil activa pero saturada de ruido y desinformación.

 

 

El avance de la extrema derecha, la normalización de bulos, la complicidad de los medios y la pasividad del gobierno son los ingredientes de una crisis que va más allá de la coyuntura política: es una crisis de sentido, de valores y de futuro.

 

 

La responsabilidad de los ciudadanos es tan grande como la de los políticos y los periodistas.

 

 

No basta con indignarse, hay que actuar. No basta con identificar los bulos, hay que desmontarlos.

 

 

No basta con exigir transparencia, hay que construirla. La democracia es un proceso vivo, que exige vigilancia, participación y coraje.

 

 

El reto es inmenso, pero la alternativa es el retroceso. La industria de la mentira, la maquinaria mediática de la extrema derecha, la impunidad judicial y la hipocresía política son amenazas reales.

 

 

El poder debe usarse para cambiar lo que está podrido, para renovar las instituciones, para proteger la verdad y para garantizar la justicia.

 

 

La intervención de Rufián es un grito de alarma, una llamada a la valentía y a la acción.

 

La democracia no se defiende sola, la verdad no se impone por sí misma, el poder no transforma sin voluntad.

 

 

El futuro depende de la capacidad de los gobernantes, los periodistas y los ciudadanos para enfrentar la mentira, desmontar la hipocresía y construir una sociedad más justa y transparente.

 

 

Porque, como bien dijo Rufián, aquí se dice lo que otros callan. La pregunta que queda es si quienes tienen el poder están dispuestos a escuchar y a actuar antes de que sea demasiado tarde.