¿Qué Oculta la IZQUIERDA sobre la República Española?: TERROR en PARACUELLOS.

 

 

 

 

 

 

 

Paracuellos del Jarama: la masacre silenciada de la Guerra Civil y el drama olvidado de Madrid.

 

 

 

El otoño de 1936 marcó uno de los episodios más oscuros y silenciados de la Guerra Civil Española. Cuando las tropas del ejército nacional llegaron a las puertas de Madrid, la capital se convirtió en el escenario de una tragedia que aún hoy incomoda a historiadores, políticos y sociedad.

 

 

 

La masacre de Paracuellos del Jarama, junto con las ejecuciones en Aravaca, Torrejón y otros puntos de la retaguardia republicana, sigue siendo un capítulo doloroso y, en gran medida, ignorado en la memoria colectiva de España.

 

 

 

La llegada del ejército de África a las inmediaciones de Madrid precipitó la huida del gobierno de la República, presidido por Francisco Largo Caballero.

 

 

 

Valencia se convirtió en el nuevo refugio del Ejecutivo, mientras la defensa de la ciudad quedaba en manos del Partido Comunista y sus asesores soviéticos.

 

 

Bajo su control, Madrid vivió una oleada de represión, violencia y exterminio político que se extendió durante los tres años de guerra.

 

 

La defensa de la capital se convirtió en una cuestión de supervivencia para el Frente Popular, que priorizó la eliminación de cualquier posible amenaza interna, real o imaginada.

 

 

El temor a la caída de Madrid llevó al Partido Comunista a asumir un poder casi absoluto en la Junta de Defensa, ocupando puestos clave y alineando sus acciones con las directrices de Moscú.

 

 

La paranoia sobre la llamada “quinta columna” —presos políticos, militares, religiosos y civiles sospechosos de simpatizar con los sublevados— se tradujo en una campaña de exterminio sistemático.

 

 

Las cárceles madrileñas, lejos de ser lugares de protección, se transformaron en antesalas de la muerte.

 

 

Las “checas”, cárceles particulares de los partidos de izquierda y milicias, funcionaron como centros de detención, tortura y ejecución extrajudicial, siguiendo el modelo soviético impuesto por los asesores de Stalin.

 

 

La represión en Madrid no fue un fenómeno espontáneo ni producto exclusivo del odio popular. Investigaciones recientes y testimonios de diplomáticos extranjeros han demostrado que se trató de un plan meticulosamente organizado, coordinado desde las instituciones republicanas y ejecutado por las milicias bajo la supervisión de líderes comunistas y socialistas.

 

 

Listados de “enemigos de la República” circulaban entre los responsables de prisiones, facilitando la identificación y eliminación de miles de personas por motivos políticos, religiosos o sociales.

 

 

La prensa de izquierdas, lejos de denunciar las matanzas, clamaba abiertamente por el fusilamiento de los presos políticos.

 

 

El clima de violencia y miedo se extendió por toda la ciudad, con cuerpos abandonados en cunetas, parques y calles tras los llamados “paseos”, ejecuciones nocturnas de pequeños grupos o individuos aislados.

 

 

La impunidad era absoluta. Los diplomáticos extranjeros, como el cónsul noruego Félix Schler, el argentino Edgardo Pérez Quesada y el chileno Aurelio Núñez Morgado, intentaron salvar vidas y documentar los crímenes, convirtiéndose en testigos directos de la brutalidad del conflicto.

 

 

 

Schler, en particular, dejó constancia escrita de la existencia de tribunales populares revolucionarios que juzgaban y sentenciaban arbitrariamente, sin intervención del gobierno ni garantías procesales.

 

 

Las víctimas eran, en su mayoría, militares, religiosos, personas de derechas y profesionales liberales.

 

 

La persecución religiosa fue especialmente feroz: curas, frailes y monjas fueron objetivo prioritario en nombre de la lucha de clases y el triunfo del proletariado.

 

 

El exterminio se justificaba como una respuesta a siglos de opresión, aunque la realidad era mucho más compleja y cruel.

 

 

El proceso de las “sacas” —extracción de presos de las cárceles para su ejecución— alcanzó su punto álgido en noviembre de 1936, cuando la situación militar se volvió insostenible para la República.

 

 

Las grandes matanzas comenzaron en el cementerio de Aravaca y se trasladaron rápidamente a Rivas, Torrejón y, finalmente, Paracuellos del Jarama.

 

 

Allí, en medio de los pinares, se perpetró la mayor masacre organizada de la Guerra Civil Española.

 

 

Las víctimas, atadas de dos en dos, eran conducidas a fosas comunes y ejecutadas sin juicio previo, tras haber atravesado numerosos controles y contraseñas.

 

 

 

Las cifras estremecen. Más de 4.500 personas fueron asesinadas en Paracuellos, según las investigaciones de expertos como José Manuel Ezpeleta y Luis Eugenio Togores.

 

 

 

Aunque se suele asumir que la mayoría eran militares, los datos revelan que entre el 50% y el 60% eran civiles y profesionales liberales, además de unos 300 menores de 18 años y una significativa presencia de religiosos.

 

 

El cementerio junto a las pistas de Barajas guarda los restos de estas víctimas, en su mayoría olvidadas por el Estado y la sociedad española, salvo por sus familiares que acuden ocasionalmente a recordarles.

 

 

 

El drama humano se refleja en historias individuales como la de Pedro Muñoz Seca, dramaturgo y padre de nueve hijos, detenido por sus simpatías monárquicas y su crítica a la República.

 

 

Tras pasar por varias prisiones y checas, fue sometido a un juicio popular y ejecutado el 28 de noviembre de 1936, junto a cientos de personas.

 

 

Su última carta a su esposa es un testimonio conmovedor de dignidad y resignación ante el horror.

 

 

La intervención de Melchor Rodríguez, anarquista nombrado delegado gubernativo de prisiones, logró detener los asesinatos cuando finalmente pudo asumir el control de las cárceles.

 

 

Sin embargo, durante los días más sangrientos, los comunistas le impidieron actuar, prolongando la matanza hasta límites que hoy siguen sin ser plenamente reconocidos ni asumidos por la memoria oficial.

 

 

 

La masacre de Paracuellos y las ejecuciones en Madrid no fueron hechos aislados, sino el resultado directo de la revolución socialista y comunista que predominaba en la capital durante los primeros meses de la guerra civil.

 

 

El Estado republicano, debilitado y desplazado por las milicias radicalizadas, perdió el control y delegó el orden público en grupos que actuaban con violencia y arbitrariedad. La memoria de estos crímenes sigue siendo incómoda, difícil de enfrentar y, en muchos casos, relegada al olvido.

 

 

 

El paso de las décadas no ha conseguido cerrar las heridas ni esclarecer todas las responsabilidades.

 

 

Las actas de la Junta de Defensa de Madrid y los testimonios de diplomáticos y familiares de las víctimas confirman la implicación directa de líderes como Santiago Carrillo, responsable de la orden pública en la ciudad.

 

 

La polémica sobre su papel y el de otros dirigentes sigue viva en el debate historiográfico y político.

 

 

La masacre organizada más significativa de la Guerra Civil Española, perpetrada en Paracuellos del Jarama, permanece como un símbolo de la brutalidad y el horror de una guerra que dividió a España y dejó cicatrices profundas en su sociedad.

 

 

El cementerio abandonado junto a Barajas es testigo silencioso de una tragedia que, por incómoda, muchos prefieren no recordar.

 

 

Sin embargo, la memoria de los miles de víctimas exige justicia, reconocimiento y una reflexión honesta sobre los límites del odio político y la violencia revolucionaria.

 

 

La historia de Paracuellos es, en última instancia, la historia de un país enfrentado a sí mismo, donde la supervivencia, la dignidad y el dolor de los inocentes se mezclan con la ambición, el miedo y la radicalización ideológica.

 

 

Recordar este episodio es imprescindible para comprender la complejidad de la Guerra Civil y para evitar que el olvido perpetúe la injusticia.

 

 

La memoria de Paracuellos sigue esperando que España mire de frente a su pasado, reconozca a sus víctimas y aprenda de los errores que nunca deben repetirse.