ALERTA MÁXIMA “POSIBLE AMAÑO JUDICIAL SENTENCIA FISCAL GENERAL” EL TRIBUNAL SUPREMO SE CONTRADICE.

 

 

 

 

 

La sentencia contra el fiscal general del Estado: radiografía de una justicia politizada y el poder de la mentira.

 

 

En el convulso panorama político y judicial español de 2025, pocas sentencias han generado tanta controversia y debate como la que ha condenado al ex fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, por la filtración de datos reservados en el caso del fraude fiscal atribuido a la pareja de Isabel Díaz Ayuso.

 

El fallo del Tribunal Supremo, de 233 páginas, no solo pone fin —al menos provisionalmente— a un proceso que comenzó con una exclusiva periodística hace año y medio, sino que se ha convertido en el símbolo de una batalla judicial donde la verdad, la presunción de inocencia y la independencia de los poderes parecen estar cada vez más en entredicho.

 

 

El caso se remonta a marzo de 2024, cuando eldiario.es publicó la exclusiva sobre el fraude fiscal del novio de Ayuso.

 

Desde entonces, la noticia se transformó en el epicentro de una tormenta política y mediática, donde la derecha encontró un nuevo campo de batalla y la maquinaria judicial se activó con una intensidad poco habitual.

 

La condena al fiscal general, que implica una multa, indemnización y dos años de inhabilitación, ha sido celebrada por los sectores conservadores como una victoria y lamentada por los defensores de la independencia judicial y el periodismo de investigación.

 

 

Sin embargo, la sentencia está lejos de ser unánime y sólida. El propio texto reconoce que no existe ninguna prueba directa de que fuera García Ortiz quien filtró el polémico correo de confesión.

 

Los periodistas que publicaron la información, entre ellos José Precedo y Miguel Ángel Campos, han declarado reiteradamente que el fiscal no fue su fuente y que, de hecho, conocían el contenido del correo antes de que llegara a la Fiscalía.

 

A pesar de ello, el Tribunal Supremo se aferra a una cadena de indicios débiles, hasta el punto de admitir que “pudo ser alguien de su entorno inmediato” quien realizó la filtración, siempre “con su conocimiento”.

 

 

Este salto lógico, que convierte el conocimiento en consentimiento y la sospecha en condena, ha sido duramente criticado por juristas y magistrados.

 

El voto particular de dos juezas del Supremo, Ana Ferreri y Susana Polo, sostiene que la decisión mayoritaria vulnera la presunción de inocencia y se basa en inferencias abiertas que no cumplen con el rigor exigido por la prueba indiciaria.

 

Para ellas, la sentencia no solo es débil desde el punto de vista jurídico, sino que establece un peligroso precedente: se condena sin pruebas directas y se ignoran los testimonios exculpatorios de los periodistas, cuyo secreto profesional es un deber ético y legal.

 

 

La contradicción se agrava cuando el tribunal decide no deducir testimonio por falso testimonio contra los periodistas, a pesar de no creer sus afirmaciones.

 

La sentencia, en algunos párrafos, elogia el rigor de los profesionales de la información, pero en otros los descalifica implícitamente, sin llegar a tomar medidas legales contra ellos.

 

Esta ambigüedad revela una falta de coherencia interna y deja en el aire la pregunta de si la justicia realmente ha buscado esclarecer los hechos o simplemente ha optado por la versión que mejor se ajusta a la condena deseada.

 

 

El análisis de juristas como Joaquín Urías, exletrado del Tribunal Constitucional, pone el foco en otro de los elementos más polémicos del fallo: la consideración de delito en la publicación de una nota de prensa por parte de la Fiscalía.

 

Urías sostiene que jurídicamente es una barbaridad, ya que la divulgación de datos reservados solo puede ser delito si se da a conocer algo que no se sepa.

 

En este caso, la información ya había sido publicada por varios medios antes de la nota de prensa, lo que, según la propia jurisprudencia del Supremo, debería descartar la existencia de delito.

 

Sin embargo, el tribunal, en una pirueta argumentativa, decide que la nota sí constituye revelación de secretos, contradiciendo sus propios precedentes y las decisiones de la sala de admisiones que en su momento descartaron investigar ese aspecto.

 

 

Esta debilidad jurídica, sumada a la falta de pruebas directas y el desprecio a los testimonios exculpatorios, ha alimentado la percepción de que la sentencia responde más a intereses políticos que a criterios estrictamente legales.

 

El caso del fiscal general se ha convertido en el ejemplo paradigmático de una justicia que, como señala Ignacio Escolar, director de eldiario.es, ya no es previsible desde el punto de vista jurídico, pero sí desde el político.

 

En el trasfondo, late la idea de que existe una reacción de los cuerpos del Estado contra un gobierno percibido como ilegítimo por parte de la sociedad y de las élites conservadoras, especialmente por sus pactos con los independentistas y la aprobación de medidas como la ley de amnistía.

 

 

La maquinaria judicial, en este contexto, se convierte en un actor político más. El Partido Popular, Vox, asociaciones como Manos Limpias y el Colegio de Abogados, junto a la mayoría conservadora del Tribunal Supremo y la investigación selectiva de la UCO, han tejido una red de complicidades que permite que la mentira y la manipulación se conviertan en herramientas de poder.

 

El caso del fiscal general no es un episodio aislado, sino el aperitivo de lo que está por venir: una sucesión de juicios mediáticos y políticos, muchos de ellos basados en pruebas endebles y en la validación de campañas de descrédito.

 

 

La sentencia, lejos de cerrar el debate, lo abre en canal. La pregunta sobre la independencia judicial, la presunción de inocencia y el papel del periodismo en la defensa de la verdad se vuelve más urgente que nunca.

 

Los periodistas que han participado en el proceso han vivido la incomodidad de tener que declarar como testigos, defendiendo su secreto profesional y su rigor informativo frente a un tribunal que, según todos los indicios, ya tenía la condena decidida de antemano.

 

La documentación aportada para demostrar que la información circulaba en las redacciones antes de llegar al fiscal ha sido ignorada, así como los registros de mensajes y llamadas que desmontaban la hipótesis acusatoria.

 

En el fondo, lo que está en juego es mucho más que la carrera de un fiscal o la reputación de unos periodistas.

 

Se trata de la salud democrática de un país donde la mentira se ha convertido en la herramienta más potente de la política y la justicia.

 

La validación judicial de una estrategia basada en la manipulación y el descrédito marca un antes y un después en la relación entre los poderes del Estado y la ciudadanía.

 

Como advierte Escolar, la lección es demoledora: si el campo de juego está amañado, da igual cómo se juegue, porque el penalti siempre se pita donde conviene.

 

 

La situación se agrava por el calendario judicial que se avecina. El caso Begoña Gómez, esposa del presidente, y otros procesos similares, se perfilan como nuevas batallas donde la presunción de inocencia y la independencia de los jueces estarán sometidas a una presión política y mediática sin precedentes.

 

El gobierno, debilitado por los escándalos de corrupción reales —como los de José Luis Ábalos y Santos Cerdán—, enfrenta una ofensiva judicial y mediática que amenaza con convertir cada trimestre en un nuevo episodio de descrédito.

 

En este clima de polarización y desconfianza, el periodismo de investigación se encuentra ante el dilema de seguir informando, sabiendo que cada exclusiva puede convertirse en el detonante de una operación política y judicial que acabe en condena, no solo para los protagonistas de la noticia, sino para quienes la publican.

 

La decisión de seguir adelante, de no rendirse y de defender la verdad, se convierte en un acto de resistencia democrática, imprescindible para mantener viva la esperanza de una sociedad más justa y transparente.

 

La sentencia contra el fiscal general del Estado, en definitiva, es el síntoma de una enfermedad más profunda: la politización de la justicia, la banalización de la mentira y el peligro de que el poder se ejerza sin control ni límites.

 

La batalla por la verdad, por la independencia judicial y por el derecho de la ciudadanía a una información rigurosa y honesta, está lejos de haber terminado.

 

Los próximos meses serán decisivos para saber si España es capaz de recuperar la confianza en sus instituciones o si, por el contrario, la espiral de descrédito y manipulación se convierte en la nueva normalidad.

 

Mientras tanto, los periodistas y los ciudadanos críticos seguirán preguntando, investigando y denunciando, aunque el precio a pagar sea alto.

 

Porque, como demuestra este caso, la verdad sigue siendo el bien más preciado y más amenazado en la España de hoy.