En 1952, el Hospital St. Mary’s, un edificio gris a las afueras de Boston, parecía más una fortaleza que un lugar de sanación. El aire olía a desinfectante y a miedo. Afuera, los periódicos hablaban de la polio como de un enemigo invisible, un monstruo que se colaba en las casas, en las escuelas, en los parques donde los niños jugaban. Nadie estaba a salvo.

Dentro del hospital, una sala en particular inspiraba un silencio reverencial: la sala de los pulmones de hierro. Un cuarto largo, iluminado por tubos fluorescentes, donde docenas de máquinas metálicas alineadas parecían ataúdes futuristas. Solo las cabezas de los pacientes asomaban, inmóviles sobre almohadas blancas. La respiración no era humana: era un zumbido mecánico, un ritmo marcado por pistones que se contraían y expandían como si cada vida estuviera encadenada a un motor.

El inicio de la anomalía

La enfermera Margaret Doyle llevaba siete años trabajando en esa sala. Había visto a decenas de niños entrar en las máquinas con los ojos desbordados de terror, y a algunos salir meses después, con la esperanza de caminar de nuevo. Pero también había visto lo contrario: cuerpos fríos retirados en silencio, a medianoche, para no alterar a los demás pacientes.

Una noche de noviembre, cuando el hospital parecía dormido, Margaret escuchó algo distinto. Un murmullo. No era el zumbido de los pistones ni el silbido de las válvulas de presión. Era un susurro humano. Provenía de la máquina número 12, ocupada por un niño de ocho años llamado Thomas.

Ella se inclinó para escucharlo mejor. El niño tenía los ojos cerrados, la frente perlada de sudor. Pero sus labios se movían:
—Ayúdame… no estoy solo aquí…

El corazón de Margaret se aceleró. Miró a su alrededor: ninguna otra enfermera estaba cerca. Se inclinó más.
—¿Qué dices, cariño?
Thomas abrió apenas los ojos y, con un hilo de voz, murmuró:
—Hay alguien dentro… conmigo.

El descenso al misterio

Al día siguiente, Margaret comentó lo sucedido con el doctor Hargrove, el director de la sala. Él se limitó a sonreír con frialdad.
—Efectos de la fiebre. La mente inventa cosas cuando el cuerpo sufre. No te preocupes, enfermera Doyle.

Pero ella no pudo dejarlo pasar. Esa noche, regresó antes de su turno y observó la máquina número 12 desde la penumbra. El niño dormía. Todo parecía normal hasta que, de pronto, las luces parpadearon y el zumbido del pulmón cambió de ritmo, como si respirara más rápido, como si algo desde dentro se agitara.

Entonces lo escuchó: un golpe metálico, suave al principio, luego más fuerte. Como uñas arañando el interior.

Margaret retrocedió, horrorizada. ¿Cómo era posible, si el cuerpo del niño estaba inmovilizado dentro de la cámara?

El secreto del doctor

Durante las siguientes semanas, otros niños comenzaron a susurrar cosas parecidas. Una niña afirmó que sentía “manos” tocando sus costillas por la noche. Otro dijo que alguien le hablaba al oído con una voz grave. Las enfermeras trataban de calmarlos, pero la tensión crecía.

Finalmente, Margaret decidió enfrentarse al doctor Hargrove. Una noche lo encontró en su despacho, revisando papeles a la luz de una lámpara.
—Doctor, algo extraño sucede en las máquinas. No es solo fiebre. Los niños están aterrorizados.
Hargrove levantó la vista con una sonrisa inquietante.
—Margaret, ¿alguna vez te has preguntado por qué algunos pacientes se recuperan milagrosamente, mientras otros empeoran sin razón?
Ella guardó silencio.
—El pulmón de hierro no solo mantiene con vida… —prosiguió él— también guarda secretos.

La confrontación

Intrigada y asustada, Margaret comenzó a vigilar en secreto. Una madrugada, vio al doctor y a dos asistentes arrastrar una máquina vacía hacia el sótano. Decidió seguirlos. El pasillo estaba oscuro, el suelo crujía bajo sus zapatos, y el eco de los pasos retumbaba como tambores de guerra.

Desde detrás de una puerta entreabierta, vio algo que la heló: el doctor manipulaba la máquina abierta, y dentro no había un paciente, sino un cuerpo sin vida, conectado a tubos que no parecían médicos sino experimentales. Junto al cadáver, anotaciones en cuadernos describían algo sobre “transferencia de energía vital”.

De pronto, el doctor alzó la vista.
—Enfermera Doyle… sabía que era cuestión de tiempo.

El giro

Lo que siguió fue un descenso a la locura. Hargrove confesó que estaba usando a algunos niños como conejillos de indias. Aseguraba que la polio no era solo una enfermedad viral, sino una puerta: al debilitar el cuerpo, permitía a “otras presencias” acercarse. El pulmón de hierro, según él, actuaba como un catalizador para canalizar esas fuerzas.

—¿Por qué cree que escuchan voces? —dijo con frialdad—. No son delirios. Son huéspedes.

Margaret sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Quiso huir, pero dos asistentes la sujetaron por los brazos.

—Usted también formará parte de este descubrimiento —susurró el doctor.

La lucha

Logró escapar solo porque Thomas, el niño de la máquina 12, comenzó a convulsionar en ese mismo instante, distrayendo a todos. Margaret corrió hasta la sala, liberó el seguro de la máquina y, por primera vez, abrió el pulmón mientras aún funcionaba. El aire silbó como un animal herido. Dentro, vio algo imposible: una silueta oscura, retorcida, que parecía adherida al cuerpo del niño.

Margaret gritó. El doctor apareció detrás de ella.
—No lo entiendes… ¡esto es el futuro de la medicina!

En un acto desesperado, ella desconectó los generadores principales. Las luces se apagaron, el hospital entero quedó en penumbra y los zumbidos cesaron. Los niños en las máquinas comenzaron a respirar por sí mismos, algunos con gran esfuerzo, otros entre sollozos. Y la sombra dentro de Thomas se desvaneció como humo.

El desenlace

Hargrove fue arrestado semanas después. Las autoridades jamás reconocieron públicamente lo que había hecho. Oficialmente, fue acusado de negligencia médica. Pero Margaret sabía la verdad: el doctor había intentado abrir una puerta que jamás debió tocarse.

Años más tarde, cuando la vacuna de Salk comenzó a erradicar la polio, los pulmones de hierro fueron quedando vacíos, oxidados en salas abandonadas. Margaret, ya retirada, visitó uno de esos hospitales cerrados. Caminó entre las máquinas apagadas, tocó el metal frío y aún pudo sentir un eco… un murmullo.

Las voces nunca se habían ido del todo.