
Cuando el avión aterrizó en Phnom Penh, el aire parecía tan denso que podía cortarse con un cuchillo. Cinco jóvenes extranjeros bajaron del vuelo con mochilas y cámaras colgando del cuello, riendo como si el mundo les perteneciera. Eran Liam Carter, un fotógrafo británico obsesionado con los lugares olvidados; Evelyn Marsh, estudiante de antropología; los hermanos Noah y Grace Dalton, viajeros incansables; y Hugo Klein, guía y experto en fauna tropical. Su destino era la selva de Preah Vihear, un lugar que ni los propios camboyanos se atreven a explorar.
Los aldeanos los observaron con una mezcla de compasión y miedo. Uno de ellos, un anciano de rostro arrugado por el sol, les dijo en voz baja: “Allí los árboles escuchan y las piedras recuerdan”. Pero ninguno prestó atención. Brindaron esa noche en una posada y, al amanecer, partieron hacia el bosque.
El primer día fue una aventura. Todo era verde, vida y misterio. Grabaron pájaros exóticos, insectos gigantes, templos cubiertos por raíces. Liam no dejaba de disparar su cámara, encantado con la luz que se filtraba como un hechizo entre las hojas. Evelyn llenaba páginas con símbolos antiguos, sin saber que algunos pertenecían a un idioma que nadie debía leer.
El segundo día las brújulas dejaron de funcionar. Hugo pensó que era una interferencia natural, pero el GPS también marcaba círculos imposibles. La selva parecía moverse. Liam escribió en su diario: “El sol ya no sale del mismo lado. Estamos girando y no lo sabemos.” Esa noche no encendieron fuego. Algo respiraba entre los árboles.
Al amanecer del tercer día, Grace tropezó con algo cubierto de hojas: un pozo hecho de piedra negra, perfectamente circular. Alrededor, dibujos tallados mostraban figuras humanas arrodilladas frente a una mujer sin rostro. Liam apuntó su linterna al interior. El aire dentro parecía moverse, como si el pozo estuviera vivo. En la grabación se escucha su voz: “¿Escuchan eso?”. Un murmullo, bajo, casi un canto. Luego el video se corta. Esa noche, Grace desapareció.
La búsqueda fue desesperada. Encontraron su mochila intacta junto al arroyo. Dentro, la cámara encendida mostraba los últimos segundos: Grace jadeando, la linterna temblando, una sombra detrás de ella. No era humana. Noah corrió enloquecido, jurando oír la voz de su hermana llamándolo desde la oscuridad. Hugo intentó detenerlo, pero Noah se perdió entre los árboles y nunca regresó.
El cuarto día el silencio era insoportable. Evelyn apenas hablaba; Hugo rezaba en voz baja, temblando. Liam grabó su rostro demacrado, los labios partidos. En su cuaderno anotó: “Si alguien encuentra esto, que no entre al bosque. Ella los seguirá.” Esa noche, Evelyn comenzó a reír sin razón. Dijo que veía luces flotando, como ojos que parpadeaban. Al amanecer, ya no estaba.
Solo quedaban Liam y Hugo. Intentaron huir, pero la selva los devolvía al mismo punto: el pozo. Hugo se arrodilló, llorando, diciendo que la había visto, que era hermosa, que los llamaba por su nombre. Liam lo tomó del brazo, pero él se soltó y saltó al vacío. Su grito no terminó nunca.
Seis años después, un campesino encontró a un hombre vagando desnudo y cubierto de barro a orillas del río Sekong. Balbuceaba palabras en inglés y en jemer. Decía: “Ella sigue ahí… no está sola.” Era Liam Carter. Su cuerpo mostraba marcas de cortes antiguos y una cicatriz en el cuello, como si alguien hubiera intentado ahorcarlo.
Durante semanas se negó a hablar. Los médicos aseguraron que sufría de amnesia traumática, pero por las noches gritaba el nombre de Grace. Finalmente, en una entrevista, relató lo ocurrido. Dijo que habían encontrado una figura de piedra con rostro de mujer y ojos vacíos. Que cuando Grace la tocó, el bosque cambió. Que escuchaba susurros debajo de la tierra y voces que imitaban las de sus amigos. Que el pozo no era un agujero, sino una puerta. “La selva no los mató —dijo—. Los guardó.”
Las autoridades organizaron una expedición. Encontraron restos del campamento y tres cámaras destruidas. En una, se veía una figura femenina inmóvil en medio del bosque. Cuando los rescatistas intentaron acercarse, las brújulas se detuvieron, las radios dejaron de funcionar y un olor metálico llenó el aire. Dos miembros del equipo enfermaron esa misma noche. Dijeron que soñaban con una mujer sin rostro llamándolos por su nombre. La búsqueda se canceló y el área fue cerrada.
Liam regresó a Inglaterra. Vive internado en una clínica psiquiátrica, dibujando círculos y símbolos que coinciden con los grabados hallados junto al pozo. No tolera los espejos. Duerme con las luces encendidas. Cuando llueve, se sienta frente a la ventana y murmura una frase en jemer: “Kom chol… kom chol.” Los traductores dicen que significa “no la despiertes”.
En Camboya, los aldeanos cuentan que la selva tiene su guardiana. Una mujer que protege los templos de los intrusos. Que castiga a quienes rompen su silencio. Cada año, durante la estación de lluvias, algunos dicen oír voces entre los árboles. Nadie responde. Nadie entra.
Pero una imagen satelital reciente mostró una silueta humana cerca del área prohibida, mirando hacia arriba. En el cuello, algo que brillaba a la luz: una cámara. El mismo modelo que llevaba Liam Carter. La imagen, sin embargo, estaba fechada dos años antes de que él fuera encontrado.
Nadie volvió a intentar entrar en la selva de Preah Vihear. Nadie quiere saber qué hay debajo de aquel pozo.
Porque algunos secretos no se descubren: se despiertan.
Y cuando lo hacen, nunca vuelven a dormir.
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